Otra lucha, contra los recuerdos
Película adulta, entrañable, interesante. Está construida desde la mirada de un chico de 12 años. Es casi autobiográfica, porque Avila es hijo de desaparecidos. Los padres son montoneros. Vuelven desde Brasil y Cuba para sumarse en 1979 a la operación “contraofensiva”, una aventura suicida. Alquilan una casita, hacen reuniones y sueñan con mejores tiempos, mientras toman nota de la matanza que le pisa los talones. El nene empieza la escuela, usa nombre falso, se hace pasar por cordobés. No es el que es y eso le cuesta. En el fondo, es una historia de amor donde cuentan más los afectos que la política. La mirada de ese chico le suma más incertidumbre a una militancia que aparece a ratos exaltada y a ratos cuestionada. La historia gira sobre la familia. No va más allá de lo que pasa en esa casa. También la abuela del nene aporta otra mirada. Les pide que se vayan porque aquí están matando a todos, que no tiene sentido sumar más dolor y desafiar lo imposible, que es una locura quedarse.
El filme es inteligente, plantea sus dudas, homenajea a esos padres y también parece cuestionarlos. Tiene buenas actuaciones (lo mejor, Ernesto Alterio como el tío), diálogos ajustados y grandes momentos (la escena con la abuela). Se ve sólo lo que ve el nene, aunque el afuera no desaparece: el miedo, la desconfianza, los Falcon, los buchones. Es una mirada cambiante y siempre conmovedora. El recuerdo de un chico que evoca el coraje de sus padres pero también ensaya una puesta al día sobre el sentido de una lucha y de un destino que quitó mucho y le dio poco.
Hacia el final, hay una escena clave: Juan invita a su amiguita a escaparse y le muestra que tiene dinero y ganas. Son dos nenes. Ese desafío es como un espejo que refleja los alcances de la lucha armada de esos años. “No te entiendo”, le dice ella, “yo tengo familia”. Y sin querer repite la advertencia de la abuela: “Es una locura”. Y se marcha para siempre.