Amor en los años de fuego
Desde la mirada de un niño se construye una historia centrada en el compromiso militante de un grupo de montoneros. La fuerza y las contradicciones de una generación.
Una dolorosa discusión entre una hija y una madre, esas que sólo pueden mantener dos seres queridos a partir de un abismo generacional pero aun así sustentada desde el amor, es el núcleo central de Infancia clandestina, un film que no duda en internarse en la difícil cuestión entre el compromiso militante de centenares de jóvenes que decidieron construir una familia en medio del horror de la dictadura militar y el miedo de una abuela por la suerte de sus nietos en ese contexto de violencia.
La película de Benjamín Ávila (Nietos. Identidad y memoria) es un viaje al pasado que exige contextualizar la época donde se desarrolló el peor período de la historia argentina. En ese sentido el relato parte de la mirada de Juan (Teo Gutiérrez Moreno), un niño que regresa al país junto a sus padres (Natalia Oreiro y César Troncoso) para sumarse a lo que se conoció como la "contraofensiva" ordenada por la cúpula montonera, que consideraba que las condiciones objetivas estaban dadas para retomar la lucha contra la dictadura. El ingreso a la Argentina se da por separado para cada uno de los integrantes de la familia, después de un exilio en Brasil y Cuba. Juan ingresa a la escuela con un nombre falso y una historia falsa y vive junto a sus padres y su tío (Ernesto Alterio) en la clandestinidad. Mientras que en la casa se suceden las reuniones con los restos diezmados de la organización armada, Juan se enamora de una compañera y en paralelo, llega su abuela (Cristina Banegas) para los festejos de su cumpleaños. Y es allí donde estalla en toda su dimensión trágica la contradicción de esa familia, que sostiene una aparente normalidad junto a sus convicciones revolucionarias en medio de la violencia del afuera.
Desde el retorno a la democracia los años de la última dictadura fueron abordados por decenas de films, sin embargo lo que logra Nieto –desde su propia experiencia como hijo de una madre desaparecida– es darle a aquella época una dimensión absolutamente cercana, recreando un universo afectivo en medio del peligro, de la férrea disciplina militarizada de los militantes revolucionarios que también se jugaban a tener una familia y a disfrutar de la vida en medio del horror. La historia de Juan, que había aprendido que su cotidianidad era la de cualquier chico de su edad, con sus amigos y sus primeros amores, también estaba hecha del peligro, de saber cómo esconderse con su hermanita si su casa era tomada por la represión.
El director pone en pantalla las contradicciones, la sensibilidad de una generación dispuesta a cambiar el mundo y, en definitiva, construye un retrato de época para entender que por aquellos años, la vida no se interrumpió.