El adiós a la niñez, la pérdida y el descubrimiento del amor, en una película de Benjamín Avila.
La última dictadura militar y sus nefastas consecuencias sociales y políticas han sido frecuentemente revisadas, con mayor o menor efectividad, por el cine argentino más reciente. Desde la emblemática La historia oficial (1985) hasta Garage Olimpo (1999) o Crónica de una fuga (2006), cada una de estas piezas han sabido imponer una mirada personal pero, a la vez, universal sobre el horror que atravesó a un país durante poco más de 7 años.
En ese sentido, Infancia clandestina, de Benjamín Avila, se ubica dentro de este grupo de películas "revisionistas", aunque sobresale por varios motivos. Uno de ellos es el punto histórico desde el que parte: el relato se ubica en 1979, en una Argentina post-mundialista y con una actividad represiva aparentemente en baja.
En ese contexto, Cristina (Natalia Oreiro) y Horacio (César Troncoso), dos militantes montoneros exiliados en Cuba, emprenden su regreso al país para formar parte de la "contraofensiva" convocada por la organización de la izquierda peronista. Junto a ellos viaja Juan (Teo Gutiérrez Moreno), el hijo mayor del matrimonio y protagonista excluyente de la historia.
Y es que Infancia clandestina tiene mucho de autobiográfica, porque se detiene en lo que el director entiende como el ocaso de su niñez y el nacimiento de su "yo-adulto". Sin solemnidad, Avila muestra cómo el primer amor llega a la vida de Juan, pero también como la actividad militante –y furtiva– que llevan adelante sus padres, lo obliga a asumir responsabilidades que lo acercan a los ideales que Cristina y Horacio defienden, pero que paulatinamente lo alejan de la inocencia.
Así, la nueva vida argentina le exigirá a Juan una nueva identidad. Ahora se llamará Ernesto, y no vendrá del Caribe sino de Córdoba; su pasado, de pronto, ya no existe para los demás. Ese juego planteado por el relato le aporta una gran profundidad a la película, y funciona como un perfecto subtexto sobre la sensación de pérdida que suele reinar en ese pasaje de la niñez a la adolescencia.
Pero a no equivocarse: aquí no hay cuestionamientos ni reproches. Por el contrario, Avila demuestra que esos padres que luchaban "por un mundo mejor" eran de carne y hueso, tan capaces de armarse en pos de la caída de la tiranía como de brindar grandes gestos de ternura puertas adentro. La escena que protagonizan, hacia mediados de la película, Natalia Oreiro y Cristina Banegas en su carácter de madre e hija en la ficción, da cuenta de eso y empuja al espectador a escuchar dos posiciones antagónicas sin inclinar del todo la balanza. Ese pasaje, además, aporta un momento tan emotivo como fundamental para el espíritu de Infancia clandestina.
Las actuaciones se reciben comprometidas y muy parejas. Oreiro está justa en su rol de madre y hasta tiene su oportunidad de demostrar que sigue disfrutando de cantar, Banegas se luce con un papel pequeño pero esencial y Troncoso compone con temperamento a un padre estricto y lleno de convicciones. Pero es Ernesto Alterio quien consigue sobresalir de la mano de Beto, el atorrante y querible tío que construye una relación de cálida complicidad entre Juan y el mundo adulto que comienza a asomar para él. Los debutantes Teo Gutiérrez Moreno y Violeta Palukas, en tanto, consiguen muy buenas interpretaciones y son protagonistas de algunos de los momentos más bellos del filme.
Infancia clandestina es una película sólida, emotiva y original, que se nutre de recursos poco visitados por el cine nacional como, por ejemplo, la inclusión del comic para mostrar dos de las escenas más violentas. Y gana con creces cuando prefiere expresar, dibujar, conmocionar y emocionar con intensidad antes que cuestionar a media lengua.