Una historia de amor atravesada por la historia, desde la mirada de Jeanine Meerapfel. Jeanine Meerapfel nació en Alemania, pero vivió gran parte de su vida en Argentina. Aquí fue, de hecho, donde filmó una de las películas que marcó un hito en su trayectoria como cineasta: La amiga, un drama situado en plena dictadura militar que tuvo como protagonistas a Liv Ullman, Cipe Lincovsky y Federico Luppi. Veinticuatro años después, Meerapfel vuelve a tomar puntos de nuestro devenir histórico para desarrollar un relato de amor con toques autobiográficos. El amigo alemán se centra en la historia de Fiedrich (Max Riemelt) y Sulamit (Celeste Cid), quienes establecen una cercana relación desde su niñez pese a la recelosa mirada de sus padres. Y eso porque ella es hija de judíos alemanes que llegaron a Buenos Aires para refugiarse del horror hitleriano, mientras que él tiene un padre que esconde un oscuro pasado nazi. Sin embargo, ese no será el único obstáculo: su amistad se pondrá a prueba varias veces, también, por los avatares de una época repleta de movimientos y hechos históricos que los tendrá como protagonistas. Desde los resabios del nazismo y los coletazos del mayo francés en Europa, hasta la irrupción de la última dictadura militar en Argentina, el retorno a la democracia y varios etcéteras más. Es aquí, justamente, donde comienzan los problemas. Está claro que filmar una "historia de amor épica" en Argentina no es tarea fácil. Las exigencias de establecerse como una coproducción alemana provoca en la película un efecto poco feliz: actores argentinos que deben ser doblados al alemán y actores alemanes que deben ser doblados al español. Ese detalle atenta contra la verosimilitud y, en ocasiones, puede resultar algo molesto para el espectador atento. El otro punto que corre en contra del relato es la cantidad de hechos y/o situaciones históricas que abarca, algo que provoca que algunos de sus personajes (Fiedrich en particular) se vayan desdibujando al punto de convertirse en una caricatura. Afortunadamente, El amigo alemán cuenta con buenos actores que sostienen esos puntos en los que el argumento hace agua. Noemí Frenkel, Jean Pierre Noher, Carlos Kaspar y Daniel Fanego interpretan pequeños pero lucidos roles, y siempre resulta placentero ver -aunque sea fugazmente- a grandes actrices como Adriana Aizenberg y Cipe Lincovsky en la pantalla grande. Y también está Celeste Cid, una magnética y atemporal belleza que lleva con altura a su heroína y deja en claro porqué es una de las actrices más prometedoras de su generación. Los créditos alemanes se encuentran bien representados por Benjamin Sadler, que compone a un profesor que enamora a Sulamit en su adultez. Riemelt, el protagonista masculino, en cambio, no consigue darle los atributos sanguíneos que su personaje requiere. Aún con dificultades, Meerapfel aporta una mirada interesante a través de un tipo de cine no demasiado visitado por la industria local. Probablemente esta película no sea lo mejor de su obra, pero cumple en hablar de amor, de libertad, de ideales y de esa historia que no es necesariamente nuestra pero que igualmente cargamos sobre nuestras espaldas.
El adiós a la niñez, la pérdida y el descubrimiento del amor, en una película de Benjamín Avila. La última dictadura militar y sus nefastas consecuencias sociales y políticas han sido frecuentemente revisadas, con mayor o menor efectividad, por el cine argentino más reciente. Desde la emblemática La historia oficial (1985) hasta Garage Olimpo (1999) o Crónica de una fuga (2006), cada una de estas piezas han sabido imponer una mirada personal pero, a la vez, universal sobre el horror que atravesó a un país durante poco más de 7 años. En ese sentido, Infancia clandestina, de Benjamín Avila, se ubica dentro de este grupo de películas "revisionistas", aunque sobresale por varios motivos. Uno de ellos es el punto histórico desde el que parte: el relato se ubica en 1979, en una Argentina post-mundialista y con una actividad represiva aparentemente en baja. En ese contexto, Cristina (Natalia Oreiro) y Horacio (César Troncoso), dos militantes montoneros exiliados en Cuba, emprenden su regreso al país para formar parte de la "contraofensiva" convocada por la organización de la izquierda peronista. Junto a ellos viaja Juan (Teo Gutiérrez Moreno), el hijo mayor del matrimonio y protagonista excluyente de la historia. Y es que Infancia clandestina tiene mucho de autobiográfica, porque se detiene en lo que el director entiende como el ocaso de su niñez y el nacimiento de su "yo-adulto". Sin solemnidad, Avila muestra cómo el primer amor llega a la vida de Juan, pero también como la actividad militante –y furtiva– que llevan adelante sus padres, lo obliga a asumir responsabilidades que lo acercan a los ideales que Cristina y Horacio defienden, pero que paulatinamente lo alejan de la inocencia. Así, la nueva vida argentina le exigirá a Juan una nueva identidad. Ahora se llamará Ernesto, y no vendrá del Caribe sino de Córdoba; su pasado, de pronto, ya no existe para los demás. Ese juego planteado por el relato le aporta una gran profundidad a la película, y funciona como un perfecto subtexto sobre la sensación de pérdida que suele reinar en ese pasaje de la niñez a la adolescencia. Pero a no equivocarse: aquí no hay cuestionamientos ni reproches. Por el contrario, Avila demuestra que esos padres que luchaban "por un mundo mejor" eran de carne y hueso, tan capaces de armarse en pos de la caída de la tiranía como de brindar grandes gestos de ternura puertas adentro. La escena que protagonizan, hacia mediados de la película, Natalia Oreiro y Cristina Banegas en su carácter de madre e hija en la ficción, da cuenta de eso y empuja al espectador a escuchar dos posiciones antagónicas sin inclinar del todo la balanza. Ese pasaje, además, aporta un momento tan emotivo como fundamental para el espíritu de Infancia clandestina. Las actuaciones se reciben comprometidas y muy parejas. Oreiro está justa en su rol de madre y hasta tiene su oportunidad de demostrar que sigue disfrutando de cantar, Banegas se luce con un papel pequeño pero esencial y Troncoso compone con temperamento a un padre estricto y lleno de convicciones. Pero es Ernesto Alterio quien consigue sobresalir de la mano de Beto, el atorrante y querible tío que construye una relación de cálida complicidad entre Juan y el mundo adulto que comienza a asomar para él. Los debutantes Teo Gutiérrez Moreno y Violeta Palukas, en tanto, consiguen muy buenas interpretaciones y son protagonistas de algunos de los momentos más bellos del filme. Infancia clandestina es una película sólida, emotiva y original, que se nutre de recursos poco visitados por el cine nacional como, por ejemplo, la inclusión del comic para mostrar dos de las escenas más violentas. Y gana con creces cuando prefiere expresar, dibujar, conmocionar y emocionar con intensidad antes que cuestionar a media lengua.
Un hombre decide cambiar de piel para vivir otra vida, en la opera prima de Ana Piterbarg. En la opera prima de Ana Piterbarg hay muchas dualidades. Ya desde el comienzo, la película se debate entre el Delta y la ciudad, entre la opresión y la aparente libertad, entre el hombre que intenta responder a los requerimientos de la "civilidad" y el que vive en un estado casi salvaje. Ambos personajes están compuestos por Viggo Mortensen, todo un atractivo para una producción filmada casi íntegramente en Argentina y por argentinos. Agustín (Mortensen) es un pediatra de mediana edad, casado con Claudia (Soledad Villamil) y algo agobiado por el rumbo que ha tomado su vida. Y es ese agobio el que desencadena la crisis matrimonial, cuando él decide dar un volantazo y encerrarse en una habitación a esperar que todo se derrumbe detrás de la puerta. Abandonado por su esposa, Agustín recibirá la sorpresiva visita de Pedro, su hermano gemelo, un hombre huraño y dedicado a la apicultura que vive en una isla del delta del Paraná. Un giro repentino durante esa visita le dará a Agustín la gran oportunidad de jugar a ser otro, de cambiar. Es entonces cuando Todos tenemos un plan se vuelca por completo a un thriller con un interesante desarrollo. La película encuentra varios puntos fuertes. El primero, claro, es la curiosidad que despierta el trabajo de Mortensen bajo bandera nacional. Es curioso, en ese sentido, como el actor consigue desprenderse de sí mismo para entregarse a sus personajes pero, al mismo tiempo, juguetea con ciertos guiños que innecesaria e irremediablemente volverán a conducir al espectador hacía "el actor hollywoodense más argentino". Otro punto interesante es el guión, también escrito por Piterbarg, que aunque no es del todo original consigue atrapar con un relato bien sostenido desde la dirección, la música y la fotografía. Así, la elección de las imágenes de un delta salvaje y misterioso colabora mucho con la tensión y el reflejo de las sensaciones –el temor, la rabia, el amor, el rencor– que experimentan sus protagonistas. "Acá son todos muy discretos", advierte uno de los personajes de la película con mucha razón. En tal sentido, los planes de esos hombres y mujeres que habitan el Paraná permanecen tan celosamente ocultos que parecen burlar lo gráfico de esa vida urbana que supo saturar a Agustín. Ese parece ser el juego para él ahora: conocer, desenmascarar, descubrir. Y eso también juega a favor de la película. En cuanto a las interpretaciones, Villamil permanece desaprovechada debido al escaso desarrollo que alcanza su personaje, apenas funcional al quiebre de la historia. Sofía Castiglione, poco a poco va desgranando a Rosa, una chica oscura pero con una cierta ternura que consigue trascender la pantalla; es notable su crecimiento interpretativo y la empatía que genera naturalmente con la cámara. Daniel Fanego, en tanto, se muestra cómodo en el rol del inescrupuloso pero algo predecible Adrián. Quizás el punto más flojo tenga que ver con el ritmo. En la primera parte, la manera de mostrar la incomodidad de Agustín con su vida aparentemente perfecta resulta apresurada; no hay demasiado lugar para profundizar en su relación con Claudia ni en cuáles son los motivos de su crisis personal. A la vera del Paraná, en cambio, el relato se torna más introspectivo e interesante, bucea en la búsqueda de la identidad del protagonista, en el redescubrimiento de un mundo que siempre le había resultado ajeno y en su nueva manera de relacionarse desde su "otroriedad". Sin embargo, sobre el final, todo parece precipitarse nuevamente. Más allá de los puntos débiles que puedan señalarse en Todos tenemos un plan, la película cumple, entretiene y vuelve sobre un género no tan visitado por el cine argentino más reciente: el thriller con condimentos de policial negro.
Aquello que no fue La historia de un amor prohibido en Ausente, el segundo largometraje del director Marco Berger. En su opera prima, Plan B, Marco Berger jugó a la comedia: Bruno, un "pibe de barrio", le daba rienda suelta a su despecho tratando de enamorar al actual novio de su ex para sacarlo del medio y poder así reconquistarla. Pero las cosas se complicaban cuando, de pronto, se veía envuelto en un juego amoroso que poco tenía de heterosexual. Así, con un guión original que no caía en ridiculizaciones ni lugares comunes, este nóvel director exploró una temática poco transitada por el cine argentino sin morir en el intento. Y con Ausente, su segundo y recientemente estrenado largometraje, vuelve a poner sus fichas en una historia distinta aunque muy lejos del tono de comedia melodramática de aquél promisorio debut, con una trama mucho más compleja y abierta al debate. Martín (Javier De Pietro), un estudiante de 16 años, se lastima durante una clase de natación. Su profesor de gimnasia, Sebastián (Carlos Echevarría) lo lleva al hospital, y cuando salen se ofrece a dejarlo en su casa. Sin embargo, una serie de complicaciones provocará que Sebastián deba hacerse cargo de Martín y lo lleve a su departamento a pasar la noche. Aunque al día siguiente descubrirá que todo se trató de una serie de mentiras que le hará preguntarse por las verdaderas intenciones del adolescente. Las preguntas tendrán sus respuestas y las respuestas tendrán consecuencias. El deseo y la tensión sexual sobrevuelan la primera hora de la película, con momentos que bien podría haber imaginado un Vladimir Nabokov contemporáneo para una versión masculina de Lolita. Pero será un giro inesperado en la historia el que marcará el ritmo de la segunda parte de la película, que desenfoca en la pulsión juvenil de Martín y planta su eje en la duda y el dolor que -ahora- atormenta a Sebastián. Porque Ausente habla de faltas, de negaciones, de pérdidas, de eso que pudo ser y ya no es. Para contar esta historia, Berger se valió de dos actores muy interesantes: por un lado Echevarría, que da vida con maestría a este profesor de gestos adustos que ve su cotidianeidad invadida por un amor tan prohibido como inesperado; y por el otro De Pietro, que construye con sorprendente madurez a un enigmático adolescente capaz de exudar erotismo y decir mucho con miradas. También se destaca Antonella Costa como la desentendida novia de Sebastián, un personaje tan atractivo como necesario para la trama. Ausente, ganadora del premio Teddy 2011 en la Berlinale, fue presentada dentro de la sección "Corazones" de la 13ª edición del Festival de Cine Independiente de Buenos Aires con sus dos funciones completamente agotadas. Un buen -y muy merecido- presagio.
Soñar no cuesta nada Miss Tacuarembó, un musical pop inquieto, nostálgico, irreverente y muy bien logrado. Natalia (Sofía Silvera) sueña con ser como Cristal, esa modelo bella, altiva y exitosa que componía Jeannete Rodríguez a mediados de los '80. Natalia, también, es la niña que baila la coreografía de Flashdance junto a su amigo inseparable, Carlos (Mateo Capo), y le promete cosas complicadas: "Algún día el mundo será nuestro", dice con los pies firmes sobre la tierra. Natalia es distinta, ella lo sabe y lo confirma cada vez que se encuentra sentada en la plaza de entrada de su pueblo, como esperando que nada suceda. O, en el mejor de los casos, que pase el auto de la misteriosa mujer, esa que tampoco parece "no pertenecer". Y fue, precisamente, en una de esas tardes de aburrimiento en que Natalia supo que convertirse en Miss Tacuarembó sería la llave hacia sus sueños, el escape hacia un destino que ya estaba marcado y al que ella sólo debía darle un "empujoncito" para hacerlo realidad. Pero no. La vida puede ser cruel cuando quiere, y poco a poco una ya adulta Natalia -o Cristal, como prefiere que la llamen- va perdiendo sus esperanzas. Poco queda de la niña que quería salir a comerse el mundo: ahora, ya en la gran ciudad, se siente obsoleta, perdedora y patética, trabajando en un decadente parque de diversiones de temática bíblica. Hasta que un día, su pasado -con todo lo bueno y lo malo que convivió en él-, vuelve a buscarla para darle una nueva oportunidad. Y devolverle esa fé que parecía definitivamente extraviada, arrojada en un inodoro. Basado en una novela de Dani Umpi, la historia que cuenta Miss Tacuarembó llegó a manos de Natalia Oreiro varios años atrás, durante un homenaje que un grupo de artistas uruguayos le organizó en el Centro Cultural Recoleta con motivo de su cumpleaños. El encargado de entregarle el manuscrito fue Martín Sastre, quien le anticipó que algún día la dirigiría en ese papel. Ella, sorprendida, guardó el guión en su bolso y lo condenó al olvido. Hasta que en 2005, buscando libros para llevarse a un viaje a Rusia, vio la novela, la compró, la leyó y se enamoró. ¿Y quién más que Oreiro para interpretar a Natalia? Fresca, angelada y casi como contando su propia historia, Oreiro canta, baila y deja en claro por qué la cámara la ama. Y ahí está también Diego Reinhold para ponerse en la piel de un Carlos adulto, casi un "Pepe Grillo" para la mujer que parece desteñirse por no haber tenido la suerte o la fuerza suficiente para cumplir con aquella promesa infantil. También Mike Amigorena, interpretando a un Cristo provocador y canchero que ilumina uno de los momentos más altos del musical. Y Mónica Villa y Mirella Pascual como las madres atormentadas por una catequista despiadada y manipuladora que a la perfección compone, casi como en un desafío de antagonismos, una irreconocible Oreiro. Repleta de iconografía ochentosa, la película juega con la nostalgia pero no se duerme en el recuerdo. Porque también hay sueños que cumplir, mirandescas canciones de Ale Sergi para perfumar con aires pop al presente, toques que Sastre tomó prestado del más exquisito cine independiente estadounidense y guiños a la atemporal estética almodovariana con Rossy de Palma incluida. Casi como una metáfora de sí misma, Miss Tacuarembó arriesga por lo que cree. Se atreve, se burla, se rie, entretiene y emociona. Y eso, en los tiempos que corren, no es poca cosa.