Crecer de golpe
La última palabra que se escucha en Infancia clandestina es “Juan”, y habrá que ver el film para saber que resulta de una justeza ejemplar. Esa palabra, en ese momento. Justeza en los términos que es precisamente lo que busca un film como este, sostenido en el punto de vista de un niño para contar lo que ocurría en el seno de una familia de montoneros allá durante la contraofensiva dispuesta en tiempos de la dictadura militar argentina. Ese niño, ficcional, no es otro que el espejo donde se mira el director Benjamín Avila para rodar esta, su primera ficción (antes hizo el documental Nietos), ya que él mismo es hijo de desaparecidos y sufrió eso que sufre su protagonista. Infancia clandestina retoma el revisionismo cinematográfico sobre el terrorismo de estado en la Argentina de fines de los 70’s y se vale de la experiencia del pequeño Juan, apodado Ernesto, para construir una película sobre la adolescencia y la pérdida de la inocencia. Eso que los norteamericanos llaman “coming of age” y que aquí pierde su costado naif por ese contexto terrible que aporta el terror impuesto por los militares y la vida entre tinieblas de los grupos guerrilleros.
Antes que nada, Infancia clandestina es valiente. Claro está, Avila se vale de su propia experiencia para acallar cualquier cuestionamiento: es que su mirada sobre el accionar de los montoneros (aquí el Estado militar es condenado a un casi total fuera de campo) se aleja del romanticismo habitual con el que se mira esta época, aún siendo su film un film idealista, para sembrar dudas y alejar el retrato de la posibilidad del blanco o negro. No dudas sobre lo acontecido ni sobre los personajes, sino dudas sobre nuestra propia experiencia en relación a eso que se cuenta y cómo lo hubiéramos afrontado. Dentro de este universo singular, el personaje que abre el relato a otras posibilidades es el del tío Beto. Montonero como todos, pero con una mirada que se aleja de la rigidez estructural de un movimiento como tal (Avila genera interesantes paralelismos sobre la escuela y sus formalidades casi castrenses y ciertos métodos de los montoneros) el personaje se pregunta acerca de si es posible construir sin determinada noción de felicidad; enfrenta al cerebro y al corazón, como músculos que deben entrar en colisión para edificar ese futuro real y tangible, imaginado y soñado. Sin eso, estima, es imposible.
¿Entonces dice Infancia clandestina que aquello fue un error? No precisamente. Pero sí construye un cuadro de situación en el que se chocan las responsabilidades adultas y las libertades que un niño añora tener cuando está creciendo y está encontrando el amor. Sin desmerecer el cariño y afecto de esos padres, Avila avisa que aquel no fue el mejor lugar para crecer. El film trabaja notablemente, y olvidémonos por un instante de su tema, lo que es el amor adolescente.
Hablábamos de valentía, e Infancia clandestina es valiente también cuando choca con un relato oficial histórico que parece tenerle miedo a palabras como “guerrillero”. Aquí no sólo se la dice, sino que se la acepta y se le da un peso específico. Y a la vez polemiza, cuando trabaja constantemente sobre esa necesidad del alias y de la supresión de identidad a la que obliga la situación, mostrándola como una gran paradoja: precisamente la lucha por la restitución de la identidad de hijos de desaparecidos es una de las principales y más justas que tiene hoy la Argentina. Por eso volvemos al “Juan” del final y su justeza, no sólo en un sentido narrativo sino también expositivo: ya no es Ernesto el que vive la vida de otro, sino Juan el que decide vivir la suya. Tomar las decisiones. Crecer (poder crecer, afortunadamente sin nadie que te corte esa posibilidad) y contarlo. Sobre ese crecimiento especial, único e intransferible, trata esta película.