Así como durante años se ha estudiado el cine argentino en la época de la Dictadura militar, en el último tiempo se ha abierto un nuevo campo de exploración con el simple cambio de orden de los términos. La última década ha presentado una cantidad inusitada de proyectos, tanto ficciones como documentales, que giran en torno al accionar del Proceso así como sus causas y consecuencias, con una mayoría que ha priorizado el mensaje y la memoria –la película como vehículo- por encima del resultado del ejercicio cinematográfico. Infancia Clandestina no tropieza en donde lo han hecho otros y, por eso, no sólo se trata de una de las propuestas nacionales más sólidas de este año, sino que es una de las mejores realizaciones que se han hecho sobre el tema, al menos de un tiempo a esta parte.
No es una cuestión de que se utilice a uno de los períodos más sangrientos de la historia argentina como un fondo ajeno en el cual desarrollar una historia o que el relato se vea marcado a fuego por el terror, sino que es el equilibrio entre ambos aspectos lo que da cuenta del principal logro de Benjamín Ávila. Aún con el precio a pagar por militar en Montoneros, con la posibilidad de encontrar la muerte en cualquier cita podrida, los hijos siguen siendo niños en edad escolar, y la amistad, el despertar sexual o el conflicto con los padres son temas capaces de afectar a cualquiera, vivan o no en la clandestinidad. El director, que ha tomado mucho de su propia experiencia, sabe que aún bajo condiciones que llevan a crecer de repente, todavía hay momentos para el amor, para los juegos, para cierta normalidad dentro de, por lo demás, una vida atípica.
Para llevar adelante su película, el director hace un uso notable de todos los recursos a su disposición. Desde lo argumental, ya han dado cuenta las novelas de autores como Miguel Bonasso y Marcelo Larraquy –aún con los problemas de Fuimos Soldados- que, dentro de Montoneros, cualquier historia puede ser digna de ser contada. Ávila aborda la etapa de la contraofensiva desde el punto de vista de Juan (Teo Gutiérrez Moreno), con las operaciones en fuera de campo y con su avance hacia la madurez en el centro de la escena. Por otro lado el realizador emplea dibujos infantiles, animaciones o sueños como recursos para favorecer el funcionamiento del argumento. A esto se suman aquellos momentos en que la acción se suspende y ofrece imágenes de notable belleza, como una coreografía de gimnasia artística, en la que un lazo roza la colchoneta cual si fuera la piel del protagonista, o un campamento infantil que en más de un sentido la acerca a lo que de momento se conoce de Moonrise Kingdom de Wes Anderson. Junto a las actuaciones destacadas de la joven pareja protagonista, hay que mencionar al gran Tío Beto que compone Ernesto Alterio, el cual se impone al buen trabajo paterno de César Troncoso y a una Natalia Oreiro que, si bien por momentos sobreactúa, se lleva los premios en una emotiva escena junto a Cristina Benegas.
Mi reserva central hacia la película es respecto a su carga ideológica, más allá de que esté opacada por el crecimiento del protagonista. Ávila evidentemente no se anda con medias tintas y el único cuestionamiento en torno al período retratado corre por cuenta de un personaje de peso en la trama pero de poco tiempo en pantalla. Desde luego el compromiso es fundamental y siempre será mejor bienvenido que un acercamiento tibio, sin embargo se hace problemático que una de las etapas más cuestionadas del accionar montonero -no desde el lado de la fidelidad militante sino por los intereses de la cúpula- se acepte sin una mirada crítica. Poner en tela de juicio el enfoque de Ávila sería adentrarse en un terreno que no debería ser propio del análisis cinematográfico, no obstante, desde el título y la sinopsis, es la misma película la que abre la cancha para que la infancia clandestina que se propone, explore el costo que paga un hijo por nacer en un hogar guerrillero.