Un niño en un juego de grandes
En su primer filme, basado en su propia infancia -aunque como él mismo lo aclara, no autobiográfico-, el director Benjamín Ávila narra los meses que vivió en 1979 en Buenos Aires con sus padres, militantes de la agrupación Montoneros. Si bien se habían exiliado en 1975 tras ser perseguidos por las fuerzas parapoliciales del entonces gobierno peronista, volvieron al país en el marco de la operación Contraofensiva, para vivir con identidades falsas.
El protagonista es un niño, Juan, de 12 años, cuya identidad clandestina es Ernesto, y toda la película se ofrece desde su mirada. Esto es lo que le da una cierta frescura a la forma de encarar el tema, ya que al margen de la cuestión política que se vive dentro de su casa, se verá el paso de la infancia a la adolescencia, su primer amor, su primer beso.
La película apela a recursos no muy afortunados, como la utilización de secuencias de dibujos del tipo ilustración judicial, la caricatura realista, con las voces y sonidos en off, para narrar las escenas más violentas, en las que hay disparos, explosiones, sangre. En lo concreto este recurso no hace más que esconder la verdadera violencia de los hechos, al punto de enmascararla en una suerte de ilusión, que no consigue hacer efecto en el espectador. Como la escena de los cuerpos apilados en el campo de concentración de "La Vida es Bella", que resulta casi pictórica, el peligro del recurso del dibujo es el alejamiento de lo que se quiere mostrar de la realidad. Que sucede también en este caso.
Si bien se suele hablar de las películas que repasan hechos de la historia argentina, en especial de la etapa de la última dictadura militar, como obras fundamentales para la reflexión sobre esos temas, no se resalta que la visión expresada en ellas no es imparcial. Tampoco lo son los libros de historia, claro, aunque haya un cierto rigor científico que respetar en estos, del que prescinde el hecho artístico. Es por eso que está muy bien que sirvan para disparar discusiones, análisis, pero no se las puede tomar como otra cosa que como lo que son: expresiones artísticas.
En "Infancia Clandestina" llama un poco la atención que el niño, desde su mirada inocente, no pregunte de dónde sale la fortuna que hay enterrada en efectivo bajo el piso del garaje. Al fin y al cabo sabe que lo que va en las cajitas no es maní con chocolate sino balas y dinero para abastecer a otros grupos. También cuestiona el uso de la bandera militar en la escuela (la del sol), pero no se pregunta por el lenguaje castrense con el que los miembros de su familia se tratan entre sí, incluso a él mismo. Y si bien intuye que sus padres luchan por un mundo mejor, no se ve en la película que le expliquen de qué se trata eso.
El filme está realizado con gran calidad. Para filmarlo, Ávila eligió la cámara en mano, aunque llega un punto en el que cansa el abuso del plano-detalle, injustificado, ya que Juan/Ernesto no es tan chico como para que su mirada sea tan recortada. Desde lo narrativo, está muy cuidado que las escenas se vean siempre desde la mirada del protagonista, de hecho no hay ninguna que él no pudiera presenciar de algún modo, y eso está muy bien interpretado.
De los adultos los que más se destacan son Ernesto Alterio, en su papel del entrañable tío Beto, y Cristina Banegas, la abuela, llena de amor y terror en partes iguales. Los niños, Teo Gutiérrez Moreno y Violeta Palukas, no son actores experimentados, y sin embargo logran transmitir muy bien sus emociones, incluso generan una tierna química entre ellos, que es de lo más destacable de la película.