Una peculiar amistad Cuando Jane (Dree Hemingway) se muda a la nueva casa que comparte con un par de amigos, decide darle un toque personal a su habitación comprando distintos artículos en ventas de garaje. Así es como conoce a Sadie (Besedka Johnson), una huraña anciana que le vende un termo usado, por el que no aceptará devoluciones. Sin embargo ese termo contiene dinero que Jane pretende en un principio devolver a su dueña, pero cuando ella rechaza el objeto (sin saber del dinero), Jane se sentirá obligada a ayudarla, y así entablarán una particular amistad. Con la estética y reglas de la clásica película indie (tomas de cámara en mano, poca música ambiental y sí mucho sonido directo, una escueta producción, escenarios reducidos, entre otros detalles), el filme ahondará en las vidas de cada una de las dos protagonistas, especialmente en la sórdida vida de Jane, una debutante estrella porno. De ahí el juego de palabras del título, que por un lado se refiere a una estrella “menor” en el ambiente del espectáculo, y por otro es el nombre del perro mascota, y única compañía, de la joven. Sobria, por momentos de ritmo algo lento en el avance de la relación entre las dos mujeres, el defecto de esta película es no tener muy en claro qué es lo que quiere decir o contar más allá del encuentro de dos personalidades aparentemente tan opuestas. Una relación que comienza algo forzada por la culpa, y termina siendo lo más cercano a un salvavidas para dos personas con una gran soledad existencial, a quienes les cuesta entablar relaciones profundas con otras personas. Las actuaciones son correctas, justas para lo que sus roles demandan, y el filme arranca con una interesante propuesta. Sin embargo el guión no logra ir mucho más allá, y se queda girando sobre esa misma idea toda la película.
Dislate geriátrico Hacia el final de esta película el espectador puede llegar a percibir, con bastante buena voluntad, un cierto intento de emular el espíritu de “Esperando la Carroza”, en cuanto a ese mensaje positivo acerca de la vejez. Sin embargo esa leve semejanza sólo llegará en la escena de los créditos, lo que pase antes está muy lejos de aquella comedia. Alicia (Marilú Marini) es depositada en una casa de ancianos por su nuera, y alejada así de su vida cotidiana. En este hogar tan particular conocerá a otros ancianos allí internados, que están conmocionados por la noticia del momento: la aparición de un clon de Jesucristo. Cada uno carga con su historia, en particular un hombre misterioso que nunca sale de su habitación (Arturo Goetz), y que logrará encontrar en Alicia la esperanza perdida. Sin embargo, la tranquilidad de la casa se altera cuando el hijo de la enfermera del lugar, un drogadicto a quienes los viejos apodan “La Bruja”, llega a reemplazar a su madre. La historia tiene poco, o ningún sentido. Distintos momentos de la vida en esa lúgubre casa, la triste cotidianeidad apenas interrumpida por la obsesión por ver en la televisión las novedades del caso del nuevo Cristo, o la presencia de la perversa figura de “La Bruja”, que somete a los internos y vende las medicaciones a cambio de éxtasis. Desafortunada e innecesariamente, la estructura narrativa del filme está compuesta por varios capítulos, separados por placas en negro con el título correspondiente a cada uno, frases siempre más interesantes que lo que termina ocurriendo en la película. El filme no logra ubicarse en un género, por momentos es comedia, en otros drama, bordeando el absurdo y hasta la ciencia ficción. No es que se pretenda que se restrinja a un género, pero sí sería deseable que al menos encuentre un camino que le dé sentido. Lo interesante son las actuaciones de los viejitos del asilo, así como la de Graciela Tenembaum, quien encarna a la paciente enfermera que se encarga sola de cuidarlos a todos. Lo demás aburre por inconsistente y disparatado, en el peor sentido del disparate, aquel caprichoso y vacío de contenido, que ni siquiera logra causar gracia. No se puede evitar sentir que todos estos actores veteranos se merecían una película mejor para demostrar lo que aún son capaces de dar.
Bienvenidos al mundo Zota (Matías Báez), Lija (Juan Cruz Lemos), Lola (Camila Zorzoli) y Choco (Valentín Delega) son cuatro amigos, compañeros de colegio. Rondan los doce años de edad, y juegan juntos todas las tardes. Con mucho en común, también cada uno tiene sus preocupaciones propias. Todos se encuentran en la etapa del despertar sexual, pero puntualmente Lija es quien más inquietudes manifiesta sobre el tema. Lola acaba de menstruar por primera vez, y asiste a clases de ballet en donde no se siente a gusto, ni le va muy bien. Choco vive con una abuela enferma, y Zota colabora con un taller de teatro para ciegos, una de cuyas alumnas le resulta atractiva. Hay dos momentos bien marcados en la estructura del filme: el primero y más largo, en el que el espectador acompaña a los chicos en sus actividades comunes, y el segundo, que llega justo a la hora de película, y marca el quiebre argumental, la situación clave en las vidas de estos personajes. El director Ezequiel Erriquez elige narrar la primera parte de la película en una suerte de limbo atemporal: las escenas van y vienen, intercaladas, casi como barajadas. Se vuelve a una situación anterior después de haber salido, en apariencia al menos, de ella, de modo que es imposible determinar cuántos días pasan o siquiera qué año es, ya que si bien se oyen fragmentos de noticieros, las noticias no se corresponden cronológicamente. Lo que queda claro es que se trata de finales de los años ´90, y permite mostrar la rutina de los chicos, su cotidianeidad, atravesada por las situaciones familiares particulares que cada uno vive. El problema de la primera parte es su ritmo tedioso, y su extensa duración para lo que quiere mostrar. Las actuaciones de los chicos son bastante rígidas, seguramente debido a su poca experiencia, un factor que le quita algo de naturalidad a la historia. Un filme iniciático, que presta atención a la pérdida de la infancia, y a la entrada a la adolescencia. Ese paso forzoso y doloroso en el que se pierde la inocencia, y el mundo, con su crueldad y su dureza se abre paso en las vidas de los jóvenes.
Aventuras y encuentro Dos hermanos franceses, Antoine (Nicolas Duvauchelle) y Marcus (Philippe Rebot), llegan a la Argentina para asistir al casamiento de un primo en la provincia de Mendoza. Antoine está deprimido por su reciente separación, y Marcus, el mayor, decide tratar de entretenerlo para que disfrute del viaje de la mejor manera posible. Sin embargo, aunque la depresión de Antoine sea la más evidente, para su hermano y para todos los que lo ven, Marcus, en silencio, también carga con problemas. Esta comedia agridulce es el primer largometraje del francés Edouard Deluc, y básicamente describe las desventuras de estos hermanos y los acompañantes que se les van uniendo en el camino, hasta que llegan a la fiesta. Con un ritmo muy bien manejado, el guión va alternando las secuencias más cómicas, sostenidas sobre todo por el personaje de Gonzalo (Gustavo Kamenetsky), el conserje del hotel porteño que decide unirse a la travesía, con las más dramáticas, que tienen que ver con las vidas personales y la relación entre los hermanos. Son casi inevitables las situaciones humorísticas que tienen que ver con la incomprensión lingüística (Marcus es el único que habla algo de castellano), algo que siempre funciona en las películas de extranjeros en tierras nuevas. Realizada de forma muy simple, sin arriesgarse en el aspecto estético, Deluc se limita a tomar como marco los paisajes de Mendoza y San Juan para narrar el encuentro profundo de Antoine y Marcus a través del recorrido por este país para ellos extraño, con las diferencias con respecto a lo conocido que eso implica. En el trayecto, además de los momentos divertidos, aflorarán las angustias, los miedos, el dolor que cargan desde hace tiempo, consolidando, incluso con la competencia por una mujer de por medio, la relación fraternal. Un filme por momentos intimista, con mucho de road-movie, que resulta cálido y simpático a la vez.
Fraude al espectador Cuesta identificar como comedia a una película cuya trama apenas si genera alguna sonrisa, y donde lo único humorístico son los comentarios de índole sexual o escatológico. Diana (uno de sus tantos nombres, interpretada por la sobrevalorada Melissa McCarthy) es una pobre mujer solitaria, incapaz de hacer amigos, y cuya única forma de encarar la vida es a través del engaño, no sólo para aprovechar las ventajas económicas que el robo a distancia le permite, sino también para sentir que su realidad no es tan patética como se ve. Una de sus víctimas es Sandy (Jason Bateman), un empleado contable de mediana edad, casado, con dos hijas y otro en camino, y cuyas finanzas no son de lo más holgadas. Por un llamado telefónico, él cae en la ingenuidad de dar todos sus datos y allí es donde comienzan los problemas a los que lo arrastra Diana, al usurpar su identidad para hacer gastos monumentales con sus tarjetas de crédito y cometer delitos varios. Dado que la policía mucho no ayuda, él decide ir personalmente a buscar a esta ladrona para que confiese lo que hizo y volver a su vida normal. Así comienza la suerte de road movie llena de intentos de escape, persecuciones de gángsters y vericuetos varios que completan las casi dos inexplicables horas que dura la película. El único talento cómico que Melissa McCarthy exhibe en este filme es su cuerpo bajito y obeso, el mal gusto con el que lo viste y adorna, y las situaciones escatológicas en las que incurre, que provocan más vergüenza ajena que risa. Casi podría decirse que es la versión femenina y algo excedida de peso de Adam Sandler. Por su parte, Bateman sólo cumple la parte de partenaire, apático y esquemático, con una presencia sólo de soporte de McCarthy, para algunos la nueva estrella de la comedia norteamericana. Así y todo, el guión tiene otra insolvencia peor, que es la moralina que subyace a todo el relato. Una ladrona que, sólo el guionista sabe por qué, cambia de golpe, se sensibiliza, casi se podría decir que se redime, y que en el fondo tiene una razón para actuar como actuó siempre, que no es la mera especulación de vivir a expensas de otros, sino una carencia de su pasado. Como si el mensaje del filme fuera que hay que preguntarse por qué cada persona que delinque lo hace, y a partir de ahí comprenderla y quererla. Pocas risas, personajes sin profundidad ni gracia, muchos minutos de más, y un mensaje conciliador pero ridículo considerando la gravedad del delito de robo de identidad, tan actual y en crecimiento, es todo lo que tiene para dar esta película.
Shakespeare encarcelado Incluso para presos de una cárcel de alta seguridad, el arte puede ser el camino para encontrar la libertad interior. Los hermanos Taviani muestran en este nuevo filme, que es una suerte de documental intercalado con ficción, el trabajo que realiza Favio Cavalli, que dirige un taller de teatro en la cárcel de Rebibbia, en Roma, con internos condenados por crímenes severos, incluso algunos cumpliendo cadena perpetua. Sin embargo, si la película no optara por poner en placas esos datos, el espectador sentiría que está asistiendo a un ensayo más de una obra de Shakespeare, en este caso, “Julio César”. Intercalando los ensayos, que se realizan en distintos ámbitos de la prisión, con la vida cotidiana, el filme resalta la íntima relación entre la obra de ficción y las vidas reales de sus intérpretes. Cómo alguna parte del texto les permite expresar cuestiones personales, o los remite a algo puntual de sus vidas. La película comienza con una escena de la obra siendo realizada, en color, para remontarse a seis meses antes, pasando al blanco y negro, con el comienzo de los castings y los ensayos. La línea a seguir será la misma obra, cuya escena final continúa al último ensayo, permitiendo al espectador asistir a la obra por un lado, pero con la íntima observación de lo que ocurre con sus intérpretes al mismo tiempo. El trabajo de montaje es clave para lograr esa continuidad. Considerando el hecho de que no son profesionales, las actuaciones también son verosímiles, y logran transmitir, además de la historia en sí, la alegría que viven estos reclusos a la hora de actuar.
Del sueño de libertad al compromiso Bárbara es solitaria, distante. Es médica en Alemania Oriental, a fines de la década del ´70. Desconfía de todos los que la rodean en este pequeño pueblo al que llegó tras haber estado encarcelada por pedir una visa para exiliarse. Y no por nada: tiene vigilancia permanente, y, si se ausenta por un par de horas más de lo calculado, la someten a exhaustivas requisas. Es una gran profesional, y se dedica a sus pacientes, aunque mientras tanto esté pensando un plan de fuga con su amante de Alemania occidental. El personaje de Bárbara, interpretado convincentemente por Nina Hoss, será el eje que el director Christian Petzold utilice para contar esta historia de persecución política. Lo interesante es ver cómo evoluciona el personaje, los encuentros, las nuevas relaciones que forja y que van a determinar sus decisiones, especialmente aquella con su jefe en la clínica, André (Ronald Zehrfeld). El ritmo de la narración es muy lento, y esto puede resultar algo tedioso en algunos momentos, sin embargo la historia se sostiene con las actuaciones y la coherencia del relato y el contexto en el que está presentada. A pesar de transcurrir en espacios muy abiertos, en un ámbito rural, el filme logra transmitir el clima de opresión que se vivía en la Alemania de plena Guerra Fría. Una película intimista y reflexiva, sobre uno de los períodos más conflictivos de la historia germana.
Mujer en fuga busca Una joven (Julianne Hough) huye de una casa, ensangrentada, mientras la policía (al menos un detective) la busca afanosamente. Cuando el ómnibus en el que viaja se detiene en un pequeño pueblo costero, ella decide quedarse; y allí conoce a un joven, viudo y padre de dos niños (Josh Duhamel). La historia de amor que sucede a esta introducción es tan obvia como el abecedario, incluso cumple con todos los clichés del caso: la chica recién llegada, el hombre cuyo corazón aún no se repara de la pérdida, la histeria inicial, y hasta la escenita de rigor bajo la lluvia. Si la película sostiene de alguna manera el interés del espectador durante casi dos horas es por ese detective que cada vez se muestra más oscuro, y que constituye el único suspenso disponible. El guión es la adaptación de una nueva novela de Nicholas Sparks, un autor habitual en el cine (también escribió "Diario de una Pasión", y "Mensaje en una Botella", entre otros libros de género romántico que fueron llevados a la pantalla grande). No hay nada demasiado novedoso en lo que se cuenta, y las actuaciones cumplen ajustadamente con lo que se espera de personajes muy planos, casi sin matices. De todos modos, como es de suponerse, la producción está cuidada, el escenario de ese pueblo boscoso en las costas del Atlántico también seduce al espectador, y eso hace que sea al menos un filme agradable de ver. Sin embargo todo se derrumba en un final obvio con un giro caprichoso y por demás innecesario, que hasta bordea el ridículo. Es incomprensible la necesidad del autor y guionistas de darle ese toque. Pero a veces alguien intenta pecar de originalidad, y la penitencia la paga el espectador que se enfrenta a este final de melodrama tratando de contener la risa.
Segundas oportunidades Corrían los años ´70 cuando Paco y Margarita se conocieron por casualidad y tuvieron un breve romance que se terminó porque él viajó a España, a instancias de sus padres, para desarrollar allí un futuro. Treinta y seis años después, Paco (Manuel Callau) regresa a la Argentina y escucha, otra vez por casualidad, el nombre de aquella chica (cuya versión adulta es interpretada por Ana María Picchio), y busca reencontrarla. En un drama romántico que cumple con muchas de las características del culebrón, Rodolfo Durán narra una historia de amor protagonizada por dos personas que, al contrario de las historias que suelen verse en cine, tienen la expresión de no haber sido del todo felices en la vida. Más allá de la edad (rondan los sesenta años) tampoco son ricos, bellos y exitosos, algo poco frecuente en el género. La historia no brilla por su originalidad, aunque es claro que evitaron caer en todos los clichés disponibles, sobre todo los históricos. Si bien se hace referencia al convulsionado clima que se vivía en Buenos Aires en 1973, es de manera solamente anecdótica, sin moralejas ni lamentos al respecto. De todos modos, no todos los lugares comunes se pudieron salvar, y hay secretos y cuestiones del pasado bastante previsibles. El filme está muy bien actuado, con un elenco bastante parejo en cuanto a las interpretaciones, lo que facilita para el espectador el identificarse con los distintos personajes y sus reacciones. Junto con Picchio y Callau están Alejandro Awada, y Malena Solda como excelentes complementos actorales. Durán pretendió contar la historia con ciertos toques “originales” que no resultan del todo afortunados, pero supo evitar el abuso de flashbacks, detalle que se agradece. La narración por momentos tiene sus saltos, y es algo despareja: hay situaciones que tardan mucho en desarollarse, mientras que otras se desencadenan más rápido de lo esperable. En general la película está bien lograda, con una banda de sonido original que hace mucha referencia a los estilos de los años ´70, y el aura esperanzadora de que más allá del tiempo, siempre hay posibilidades de enmendar errores.
Filmar al hijo El acceso de las familias comunes a filmadoras caseras ha generado que muchos padres registren a sus hijos en cámara desde que nacen (a veces antes, desde el embarazo). Esta premisa parece no tener fronteras, es tan universal como la paternidad misma, o al menos eso es lo que demuestra este documental. Con material de varias familias de distintos puntos del planeta, Baltazar Tokman logra construir un relato que sigue el nacimiento y primeros años de varios chicos filmados por sus padres, en el cual se tocan temas también universales, como la religión, la política, la vida en general. De una manera casi accidental, Tokman logra mostrar cómo aún en culturas totalmente disímiles, hay cuestiones comunes, humanas, básicas. Así, desde la inocencia de un testimonio sobre la paternidad, o la observación que un niño hace de la guerra, el director logra plantear cuestiones que de simples e inocentes tienen poco. La edición es un punto clave del filme, ya que, de entre todo el material provisto por las familias, se fueron separando temas que logran conformar el equivalente a capítulos que organizan la narración, dándole una estructura coherente y que sale de la mera anécdota de las imágenes. El documental es muy ameno, la mayoría de las imágenes son de niños, pero a su vez resulta interesante porque se permite reflexionar sobre temas profundos como el rol de los padres, las cargas que se ponen sobre los hijos, la realidad que deben, y deberán, vivir.