Quizás al lector le parezca demasiado que le coloquemos dos estrellas a esta nueva entrega de la serie de aventuras del criptólogo Robert Langdon, que ya nos durmiera con El código Da Vinci y Ángeles y demonios. Sí, claro que es mucho. Pero tenemos una excusa: Tom Hanks. A esta altura de los acontecimientos, los módicos enigmas seudoteológicos que llevan al muchacho de acá para allá para evitar un apocalipsis del tipo que fuere son una especie de chiste. Los acertijos de Da Vinci soterraban el genio de La Gioconda al nivel de la última página del viejo Billiken; en Ángeles..., estamos a la altura de la Claringrilla y acá, de un más o menos dificultoso Sudoku. Las novelas de este muchacho Dan Brown son guiones toscos para películas y se convierten -¡Magia!- en películas toscas. Y eso que Ron Howard de tanto en tanto hace Apolo XIII o Rush. Pero otra vez: Hanks. Hanks en este caso parece darse cuenta de que estas historias son de una bobada y ramplonería dignas de peores causas, y actúa en consecuencia. Da la impresión de que se ríe de todo el asunto ligado con La Divina Comedia (¡Pobre Dante!), de la amenaza biológica y de lo que venga. Se da cuenta -esto es innegable, mírenlo poner cara de serio- de que todo es una especie de chivazo de las bellezas museísticas europeas. Y se ríe de sí mismo con su gesto de “no, no me digas que hay que leer al revés otra vez” mientras trajina recorridos de tour japonés. En fin, que el tipo es simpático y la película, mala. Pero el tipo es simpático.