Con su película más reciente, Infierno en la tormenta, Sam Raimi consolida su veta actual de productor de películas de terror en torno a personajes encerrados que luchan por sus vidas: en una cabaña del bosque (el reboot de The Evil Dead), en una casa embrujada (el reboot de Poltergeist), en la morada del ciego más peligroso del mundo (la original No respires) o, como ocurre en la película que llega a nuestras salas este jueves, en una casa que se inunda lentamente durante un huracán categoría 5 y que, además, está infestada por cocodrilos.
Dirigida por Alexandre Aja (presentado en los afiches y trailers como “director de The Hills Have Eyes”, cargo que le corresponde únicamente a Wes Craven, aclaro), la película sorprende, en primer lugar, por su curioso uso y abuso de los jump scares. ¿Por qué curioso? Porque, tratándose de una decisión que se le objeta con frecuencia a muchas representantes del género, en Infierno en la tormenta funciona y con creces. Apelando a la distinción entre sorpresa y suspense del maestro Hitchcock, es como si Aja hubiese decidido explotar al máximo la primera con el fin de desencadenar la segunda. En efecto, los abruptos e inesperados sustos del film son tantos y —sobre todo— están tan bien ejecutados que uno, como espectador, se ve inevitable e involuntariamente puesto en un lugar de tensión: ante la posible aparición de un nuevo jump scare, los tiempos empiezan a dilatarse y la sensación de inminencia se acrecienta. Independientemente de si es con un árbol que atraviesa una ventana o mediante un cocodrilo que hace lo mismo con una escalera, es imposible anticipar cuándo, cómo o por dónde emergerá el nuevo golpe de efecto que Aja nos tiene preparado.
Y precisamente hablando del dónde es que llegamos a uno de los problemas de la película: su construcción del espacio. Siendo la paulatina restricción y clausura de éste una de las principales herramientas narrativas del terror, Infierno en la tormenta se muestra sorpresivamente indiferente a la hora de describir el lugar en el que se desarrolla buena parte de su trama. Espacio predilecto del género, el sótano de la casa es retratado de forma totalmente fragmentada, con saltos en el eje y nula claridad en cuanto a la disposición de sus elementos. Consecuentemente, esta imposibilidad de comprender la extensión del lugar, de localizar la ubicación de sus peligros y de identificar correctamente sus potenciales salidas atenta contra el suspenso que la propia película busca generar. En otras palabras: si nunca terminamos de entender dónde es que Haley y su padre están ocultos y dónde es que están los cocodrilos, difícilmente podamos ver a estos últimos como una amenaza inminente, y no como una meramente circundante. Aparente negligencia de lado, tal vez sea por esta extraña configuración del espacio que los jump scares prueban ser efectivos: el público se encuentra tan desorientado que no puede evitar ser tomado por sorpresa en cualquier momento.
Sin embargo, el mayor problema de Infierno en la tormenta no radica en su puesta en escena, sino en su guión: hay toda una línea dramática que parece existir con el solo fin de profundizar, potenciar o agravar los conflictos de los personajes. Es decir, como si escapar con vida del húmedo, claustrofóbico y aterrorizante escenario en el que se encuentran no fuera razón suficiente para impulsar su accionar hasta las últimas consecuencias, la película se empeña en incorporar toda una serie de inconvenientes del orden de lo familiar (el padre que empuja a la hija a triunfar, la hija que quiere pero que no puede, la desazón del padre frente al divorcio de la madre, etcétera) para contarnos que —en verdad— lo que está en juego es mucho más. Además de resultar absurda e innecesaria, tal minimización de la trama de supervivencia va totalmente a contramano de la naturaleza de este tipo de relato (véase, por el ejemplo, el caso de El ártico, otra survival movie estrenada este año, pero de una economía narrativa notable). Probablemente, de haber confiado más en el conflicto de vida o muerte de sus protagonistas, el director DE LA REMAKE de The Hills Have Eyes se hubiese ahorrado unos cuantos minutos de superfluas prep-talks, daddy issues que poco tienen que ver con cocodrilos hambrientos y, sobre todo, escenas cuasi risibles como aquella en la que el padre le grita a la hija que no debe rendirse porque ella es una “depredadora alfa” (ahhh, ¡como los cocodrilos!).
Dejando de lado éstas y otras cuestionables decisiones (como las que los propios personajes toman hacia el final del relato), Infierno en la tormenta no será recibida como la mejor de las últimas producciones de Raimi —dicho título permanece en manos de No respires—, pero sí será merecidamente celebrada, entre otras cosas, por sus destacables dosis de tensión, correctas actuaciones e impecable diseño sonoro y visual. En cuanto a este último aspecto, cabe destacar que desde Básico y letal, de John McTiernan, no me sorprendía al salir de una sala de cine y notar que no llovía torrencialmente. Así de logrado es el nivel de inmersión en la tormenta del título. Una lástima que su infierno no haya sido más básico y letal.