Esta clase de cine es el que suele quedar en la memoria. El manejo del suspenso y del peligro es perfecto.
Sin estrellas, sin presupuestos hiperinflacionarios, sin dramas cósmicos, sin franquicia. Sólo con el poder del cine, del uso de todo el aparato para capturar la imaginación y generar emociones, el francés Alexandre Aja –un artesano que suele hacer buenas películas de tanto en tanto– logra eso que cada vez escasea más en los cines: una película.
Sólo una situación: pueblo chico, inundación grave y cocodrilos en la noche. Con eso suele alcanzar para que las acciones de los personajes nos permitan empatizar –y simpatizar– con ellos, identificarnos, sufrir con los problemas y gozar con las soluciones.
Esta clase de cine es el que suele quedar en la memoria. El manejo del suspenso y del peligro es perfecto, el ritmo es vertiginoso y los personajes, lo dijimos, se definen por sus acciones pero no son meras figuras de cartón al servicio de un dispositivo conductista.
Hay arte aquí, aunque no se trate de una película hiperpublicitada. Durante la escasa hora y media de duración, estamos al borde de la butaca pensando cómo esta gente puede salir de tan tremendo predicamento.