La impresionante "Infierno grande", ópera prima de Alberto Romero, es una arrolladora propuesta capaz de mezclar western, road movie con realismo mágico, drama, acción, algo de comedia, y feminismo; todo en un combo bien autóctono. Cada lugar aguarda una historia para contar. Hace ya varios años que el cine independiente nacional viene creciendo por fuera de las grandes urbes, y sobre todo de la Ciudad de Buenos Aires y Conurbano.
El cine de género también da cuenta de esto, y encuentra en las locaciones alejadas del gris cimento, un espacio ideal para crear el clima necesario de lo que quieren contar.
El territorio pampeano tiene ese aura autóctono que recuerda a lo gauchesco, a las raíces de la tierra; pero también puede ser el sitio desértico ideal, con enormes extensiones de llanuras, y un horizonte que se pierde ahí, entre el cielo y el suelo. Este año, dos excelentes propuestas se valen de estas características de La Pampa; una de ellas es "Pistolero", vista en el último BAFICI y de inminente estreno comercial; la otra es "Infierno grande", de Alberto Romero.
Cuando escuchamos la palabra western, en lo primero que pensamos son esos terrenos áridos y alejados del Lejano Oeste estadounidense.
Saliendo de Hollywood, Romero encuentra su paralelismo en La Pampa, sin necesidad de montar un film de época. No hay dudas de la actualidad de Infierno grande. Una primera escena ya nos ubica en situación, María (Guadalupe Docampo) es víctima de violencia doméstica, y está embarazada. Lionel (Alberto Ajaka), su marido, es el brazo ejecutor del que debe huir. Un forcejeo, un escopetazo.
María sale a la ruta ¿sin rumbo fijo?, y un primer encuentro es el que comienza a orientarla. Debe volver a sus orígenes, al pueblo olvidado en el que nació, Naico, el que nunca debió abandonar siguiendo a ese hombre vil hacia otro pueblo más poblado. Como versa el dicho, "Infierno grande" es una historia de pueblos chicos, rurales, con costumbres y personajes distintos a los de una urbe.
Personajes al costado de una carretera, que María se irá cruzando casi como si se tratase de Odiseo regresando a Ítaca; salvo que a ella no la espera ninguna Penélope, la espera ese hijo que lleva en su vientre. La voz en off de ese hijo es el que narra ocasionalmente la travesía que atravesó su madre para poder alumbrarlo.
"Infierno grande" es también una road movie de carretera, con el sol pampeano pegando a pleno sobre el reseco pasto. A medida que avance, María irá acumulando advertencias de alejarse de Naico, cada uno parece contarle una versión diferente de por qué su pueblo se convirtió en tierra de nadie. Cargada con un mapa, orientarse no le será fácil, y también cada uno le irá dando indicaciones más y más vuelteras.
Los sucesivos flashbacks que recuerdan el calvario con Lionel, especialmente ese último encuentro, nos explican por qué María, contra viento y marea, debe llegar a Naico.
"Infierno grande" es cine de género explosivo. Todos los elementos que hacen de este, están ahí, en su máxima expresión. Producto de una narración concisa, la película atrapa desde su primera escena y no suelta. Hay algo de realismo mágico, de poema gauchesco, o mejor dicho, de fábula de pueblo originario.
¿Es real todo lo que atraviesa María, están todos esos personajes ahí? ¿Importa? Desde un policía con el que se conocen desde chicos y le habla de un hermano gemelo que ella no recuerda, y de extrañas manchas en el cielo (Javier Pedersoli); un vendedor ambulante de cualquier baratija (Mario Alarcón); un sacerdote extremo (Chucho Fernández; sí, leyeron bien, Chucho Fernández componiendo un sacerdote, pero a su usanza); y ese hombre de la calle (Héctor Bordóni), y el nene (Manuel Matzkin) que parecieran caminar junto a ella en un trayecto paralelo.
Todos los personajes son compuestos con detalles, representan un símbolo, tienen referentes ineludibles, y sin embargo, le escapan al cliché. Infierno grande exuda furia, si bien no abunda la violencia, es una película salvaje, al rojo vivo. La Pampa se ve como un territorio árido, arrasado, amarillo casi blanco con ese sol que no da tregua, como un horizonte perdido.
La extrañeza con que todo el asunto se envuelve acoge al film en un mundo propio, de códigos universales, pero raíces nuestras. Ese policía, ese vendedor, lo podemos encontrar en cualquier país, pero no hay dudas que son bien nuestros. María escapa de un infierno, y no le importa lo que viene, estalló, ya no se quiere quedar en el molde, quiere gritar, sabe que ningún otro averno será como ese infierno que ya quiere dejar atrás.
Una panza enorme, un solero de jean, lo pelos al viento, esa mirada de fiera de Guadalupe Docampo, y una escopeta.
Feminismo de armas tomar. Maternidad protectora pura, real, convencida. No le hace falta portar el pañuelo verde y el violeta en cada brazo, sabemos que lo haría. En el pueblo era una modosita maestra, ahora es una caminante fugitiva. No alcanzan los adjetivos para describir el talento de Guadalupe Docampo, figura clave de la movida independiente local.
Hace semanas la vimos componer un personaje de extrema dulzura (con tonada exacta incluida) en "Traslasierra"; ahora es la vívida imagen de esa Sarah Connor que se refugia en el desierto en "Terminator 2" para proteger a su hijo, esa que quiere un destino mejor, aunque duda si lo habrá, pero está dispuesta a pelear por él.
Guadalupe es pólvora y fuego, hay algo en la mirada, y hasta en esa amplia sonrisa, que provoca un magnetismo inmediato que es fundamental para el personaje y la película. Todos los aplausos para ella. Su contrafigura, Alberto Ajaka, con quien ya la vimos en duelo de violencia de género este año en A oscuras, es otro de esos actores clave.
Psique du rol perfecto, química aceitada con la protagonista, y una composición actoral que lo lleva a ir degradando su estado físico a medida que el film avanza. En las escenas entre ambos, "Infierno grande" estalla. Pedersoli es alguien siempre a tener en cuenta, con poco logra mucho. Mario Alarcón es tan infatigable como querible, su figura y presencia iluminan la película.
A Marta Haller, como siempre, le alcanzan pocos minutos para destacarse. Manuel Matzkin es toda una promesa. Como mencionamos anteriormente, Chucho Fernández es quien sorprende dentro de los secundarios; un actor con características muy particulares, al que uno imagina encasillado en determinados roles, logrando un opuesto, un sacerdote; no uno tradicional, pero un clérigo al fin.
Más contenido de lo que lo vemos habitualmente; verlo siempre nos recuerda que estamos ante un film de género. Al igual que los protagonistas, una figura clave. Alberto Romero tiene experiencia en guion, y dirigió el sobresaliente documental "Carne propia" (en el que ya había demostrado un gran poder de síntesis narrativa); este es su primer largo en ficción, y no podía ser más auguroso.
Sus influencias son palpables, desde el spaguetti western a Wim Wenders, pasando claramente por el Osvaldo Soriano/Héctor Olivera de "Una sombra ya pronto serás". En su elección de esta historia de pueblos chicos, y raíces olvidadas, dejados de lado cuando las vías ferroviarias se cerraron, hay también una lectura social clara e ineludible, que se suma al feminismo y las influencias violentas del poder (Lionel viene de familia con cargos políticos, y es candidato).
"Infierno grande" no descuida ningún flanco, al cuidado en la fotografía y en los encuadres, le suma un montaje fluido entre el presente y los flashback, entre lo real y lo fantástico.
También aporta con su banda sonora para nada intrusiva, siempre acorde. Cada integración en la producción aporta en los matices logrados para no hacer una propuesta monocorde. Potente, lúcida, enérgica, dinámica, desbordada en talento tanto delante como detrás de cámara, Infierno grande es una de las propuestas más sorpresivas y logradas de esta temporada.
Otra muestra de lo fuerte que late el corazón del cine independiente nacional. No habrá que perderle pisada.