Titanes en el ring
La cuarta entrega enfrenta a vampiros y hombres lobo.
En tiempos de vampiros más cercanos a Alberto Migré y al Partido Republicano (la, suspiren chicas, saga Crespúsculo ) que a Christopher Lee o a John Carpenter, por no mencionar la lisérgica operística de Francis Ford Coppola, Inframundo: El despertar parece descubrir la forma en que su duelo milenario entre chupasangres y licántropos adquiera, ¡por fin!, un salvajismo digno de su premisa.
Sí, hay un aire a Europa del Este que traen la dupla realizadora de Måns Mårlind y Björn Stein, pero finalmente hace acto de presencia la farsa obligada a la célula fundacional de todo este asunto: la pelea grotesca, aunque en nuestro presente, súper tecnificada y hasta burocrática, de hombres lobos versus vampiros.
Hasta ahora, la trifulca interracial y secreta era materia prima para ralentis y balaceras que ignoraban que Matrix está más cerca del canal Volver o integrar el fondo de una pila de juegos de Play 3 que de otra cosa. Como un adicto en rehabilitación, Inframundo: El despertar puede que conserve sus tics a la hora de la acrobacia-hecha-computadora, pero, aquí el primero de sus doce pasos, suelta a la real criatura apretujada entre tanto traje de vinilo, aire a galpón abandonado y gente que habla como si hubiera memorizado a Shakeaspeare en el Liceo Militar para Fetichistas (con orientación en violencia digna de Boina verde). ¿Quién es el monstruo que rogaba su libertad? El absurdo.
Pero el absurdo, deshidratado, de Inframundo está lejos de la demagogia; coherente con sus submundos, ahora sabe a quién le habla. Con una anarquía narrativa más pulsional que intencional, el filme narra cómo Selena, la heroína de la saga (la Beckinsale comprimida en trajes de vinilo y jugando a ser la hija de Buster Keaton y el Neo de Matrix ), despierta doce años después de presenciar la muerte de su lobezno marido, para enterarse de que la guerra secreta ya no es tal, que los humanos andan reventando monstruos y que tiene una hija.
La cuarta entrega de Inframundo susurra, con aliento licántropo, al exceso, a la saturación gore refinada. Física hasta lo crudamente visceral, pero aún así elegante (aunque no reniega ese aire a farsa, a lucha libre de los años ‘50 que la funda), tan felizmente salvaje en sus criaturas y su diseño como ascética a la hora de los duelos, Inframundo: El despertar es aquello que uno quiere de una lucha de Vampiros versus Hombres Lobo: un ring de catch que se sabe tal y, por ello, sonríe.