Se extrañaba un poco esa ciencia ficción que partía de un avance científico que interpelaba al espectador en su moral y en su ética. Es decir: en una película en la que el objeto preciado es el resultado de un experimento de la ciencia, no se trata de saber si es posible realizarlo sino de si se debe realizar a riesgo de no poder controlar los resultados.
Hacia allí avanza “InMortal” en sus primeros 20 minutos.
Demian Hale (Ben Kingsley) es un multimillonario dueño de medio mundo en las finanzas. Lo tiene tod, excepto salud merced a un cáncer doble que está haciendo metástasis. En un encuentro con Albright (Matthew Goode) se vislumbra la cuestión cuando la conversación pasa a una pregunta que éste le hace a Hale: “Luego de tanta obra que has hecho en el mundo para la posteridad…¿te sentís inmortal?” Sucede que Albright tiene una changa interesante: tomar el cerebro (con sistema nervioso incluido) de quien lo pueda pagar e instalarlo en un cuerpo sano y joven. Hale accede y pasa del cuerpo de Ben Kingsley al de Ryan Reynolds. Vida nueva. Pero… hay una falla en el sistema y, como siempre, es la ética, aplicada a lo que el empresario (ahora Mark) no sabía, lo que revuelve el avispero, sobre todo cuando hay terceros involucrados.
El problema de “InMortal” claramente no está en el contenido, sino en la forma. El director Tarsem Singh aplica un estilo narrativo que funciona de maravillas en el comienzo, pues es a través del trabajo actoral por donde transita el ritmo de la tensión. Tenemos un protagonista que sufre un verdadero dilema entre aceptar o no este primer paso hacia el futuro. Es decir, se necesita un cuerpo de otra persona. ¿Quién es? ¿Quién era? ¿Corresponde? ¿El deseo se puede volver codicia? Claro, esto lo vemos concretamente porque Ben Kingsley es de esos actores que entiende todo. Ryan Reynolds no. Entiende algo. Poquito, pero algo. Es correcto lo que hace y no se puede endilgarle una caída de la calidad de este producto porque lo que falla es el resto de lo que está escrito en el guión de David Pastor, quien no sólo se debe haber aburrido leyendo a Isaac Asimov y lo reemplazó por algún cómic, tampoco vio antecedentes cinematográficos que podían conjugar magistralmente drama y acción como la notable “Contracara” (John Woo, 1997), en la cual héroe y villano intercambiaban el rostro y cada uno iba consumiendo su antigua personalidad para cambiarla por la otra.
Aquí ese dilema mora, que tan bien funciona como disparador hacia las preguntas en la platea, se diluye. Se transforma en un mero justificativo para pasar directo y casi sin escalas a la acción, y ya se sabe: al comenzar las piñas terminan las preguntas en esta vida y en el cine también.
No se puede negar una buena técnica y un montaje correcto. Al final, “InMortal” era para comprar pochoclos y puede que aquél que no se siente en la butaca para hacerse preguntas aplicando el sentido común la pase bien. El otro, el que se quedó enganchado con la primera media hora (incluimos acá la secuencia en la cual Hale aprende a habitar el cuerpo de Mark), sufrirá por un lado el desconcierto de tener que abandonar lo más jugoso de la idea: el conflicto de dos conciencias en una misma mente. Y por el lado de la acción propiamente dicha, escenas en las que un tipo con un tiro en el brazo sale corriendo igual pese a estar amenazado, un cuerpo que a pesar de tener otro cerebro igual se acuerda de tomas de karate, manejo de armas, etc. Y así hasta el final.
Suele pasar en Hollywood: importan directores interesantes pero con el requisito de tener que dejar la personalidad en la aduana y ponerse el chip de “Sí, señor productor” Tarsem Singh, director de “La celda” (2000) es una prueba concreta.