Una rama del árbol genealógico de “300”
El estreno de Inmortales es otro paso más para trazar el árbol genealógico de 300. Como a todo tío rico, al film de Zack Znyder le brotan familiares a lo largo y ancho del planeta: varios hijos sin paternidad reconocida, encabezados por la reciente revisitación a Conan el bárbaro y las fallidas Príncipe de Persia y Furia de Titanes; los primos segundos y carroñeros, como la supuestamente jocosa Casi 300; la parentela lejana en la española Agora; y ahora ésta, nueva concepción de los mismos productores, su hermanita menor. El vínculo se acentúa con la misma fascinación videogamer por la sangre y la violencia estilizada. En ese sentido, el realizador indio Tarsem Singh, elegido para la inminente adaptación de Blancanieves por su probada sabiduría para la conformación de mundos predominantemente visuales en La celda y la inédita The Fall, no sólo está a la altura de las circunstancias sino que por momentos la supera: las aventuras de Leónidas y compañía son un poroto al lado de la sucesión de fatalidades tridimensionales rebosantes de líquido rojo desatada en la última media hora. Pero Inmortales, malcriada, no se conforma y alambica esa acción a una historia aquejada por esa pesadumbre indisociable de la cinematografía mitológica moderna.
En este caso se trata del enfrentamiento entre Teseo (el próximo Superman, Henry Cavill) y el rey de los herakliones Hiperión (notable Mickey Rourke, desagradable y repulsivo hasta en su forma de comer). El monarca busca el Arco de Epiro, cuyos proverbiales poderes le permitirán liberar a los Titanes encerrados en el inframundo desde su derrota en la batalla con los Dioses. Para eso comanda un ejército que avanza arrasando con todo a su paso, hasta que da con la comunidad helénica de Teseo, a su vez bendecido directamente por Zeus. El campesino tiene motivos más que suficientes para odiarlo, sobre todo desde que el rey le mostró “el infierno en la Tierra” degollando a su madre delante de sus ojos. Y allí irá el involuntario héroe, oscilando entre los malos augurios de la pitonisa (la india Freida Pinto, musa de Woody Allen en Conocerás al hombre de tus sueños, perfecto rostro trigueño de porcelana) y la ayuda imprevista de los mismísimos Dioses, observadores activos de la acción en la Tierra.
La multiplicación de escenarios genera un abanico tan grande que el relato termina desarrollándose simultáneamente en el Inframundo, la Tierra y el Cielo, compendiando así los tres niveles posibles de existencia. Se trata, además, de un síntoma de la megalomanía innecesaria que sobrevuela a un film cuyo principal atractivo está, al igual que 300, en la acción. Znyder lo tenía muy en claro cuando redujo al mínimo indispensable la vertebración argumental. Aquí, en cambio, la violencia aparece enmarcada en una historia que peca de enrevesada y abarcativa, ubicando el principal problema de Inmortales justamente en esos intersticios. Singh pierde el pulso, indiscutible para las batallas, cuando narra y carga todo acto cotidiano con sublimación litúrgica exasperante, como si en cada pequeño movimiento estuviera la salvación total de la Humanidad. De esta forma, la primera hora está peligrosamente cerca de la pomposidad irredenta y aburrida de Furia de Titanes, mientras que la segunda es digna compinche de su hermana mayor, con el pico máximo en la espectacularidad de esos travellings laterales. Genes, que le dicen.