Cuando la copia es mejor que el original.
A lo largo de su historia, el cine argentino dio lugar a unas cuantas remakes. Entre ellas, dos películas de Marcos Carnevale, Elsa y Fred (2005) y Corazón de León (2013), que dieron origen respectivamente a una versión homónima con Shirley MacLaine y Christopher Plummer y a dos rendiciones, una mexicana y otra francesa, ambas de este año. Lo raro son las remakes argentinas de películas extranjeras. Por una extraña curiosidad le toca al propio Carnevale estar a cargo de esa rareza con Inseparables, una de dos versiones de la comedia dramática francesa Intouchables, la más vista en la historia de esa cinematografía y que aquí se estrenó cuatro años atrás, con el título Amigos intocables. Una de dos: la otra es una película india llamada Oopiri y estrenada a fines de marzo pasado. La segunda rareza es que por una vez la remake es mejor que el original. Mucho no se requería, se podrá argumentar: Amigos inseparables chorreaba melaza, fórmulas, clichés y golpes bajos. Más allá de alguna trampita dramática y el fantasma de la tipificación, Inseparables es una dignísima película dirigida a público masivo, que tiende a superar sus propias debilidades.
Basada, como el original, en una historia real a la que es fiel sólo hasta donde los requerimientos dramáticos lo toleran, Inseparables es una fábula de amistad interclasista entre un hipermillonario tetrapléjico aquí llamado Felipe (Oscar Martínez) y su nuevo asistente, el “pibe guachín” Tito (Rodrigo de la Serna). Igual que en la versión francesa, al hacer un casting de candidatos Felipe desecha a los que parecen más capacitados y en cambio elige a Tito, que aparece como el más impresentable. Tito es maleducado, mal hablado, prepotente, agresivo, visiblemente violento y no tiene el menor respeto, ni por él, ni por su clase ni por nada. Por eso lo elige: no quiere que le tengan piedad. Como la francesa, la película escrita y dirigida por Carnevale es una buddy movie: reúne a dos personajes que no podrían parecer más inconciliables, para ir encontrando entre ambos los puntos de encuentro. Que pasan, en este caso, por el goce vital. Este aspecto, que en el original daba lugar a una mensajería de poster sobre el amor a la vida y etcétera etcétera, aquí está tratado de modo puramente funcional, con el vital Tito arrastrando a su patrón a “bailar” la cumbia “Bombón asesino” en silla de ruedas, a correr en su BMW a 200 x hora, a fumar porro y a contratar el servicio de un par de escorts, que darán placer a Felipe en sus orejas, la zona erógena que le queda.
Por momentos, sobre todo al comienzo, Tito –que vive con su familia en un barrio de monoblocks– recuerda un poco demasiado a Minguito Tinguitella, en versión pesuti. Cuando afloran el dolor y la dureza, ese fantasma en buena medida se disipa. Hay cierto gato por liebre en la simpatía tribunera de un personaje claramente golpeador, tal como muestra en la relación con sus hermanos (varón y mujer), el aspecto más discutible de la película. Rodrigo de la Serna no desaprovecha ni una sola escena de un personaje servido para su lucimiento de una punta a otra, incluyendo desubicaciones varias en el mundo high class, puteadas de cancha en el Teatro Colón, intentos de levante a diestra y siniestra y la referida escena cumbiera, a la que el actor que fue San Martín le saca todo el jugo. Oscar Martínez no sólo está excelente sino que su (necesariamente) contenido, pero crecientemente pícaro Felipe, representa el contrapeso justo con respecto al desbordado Tito. Alejandra Flechner y Carla Peterson, como sus secretarias, no sólo están magníficas sino que además incorporan personajes con volumen propio, lo cual se agradece. Como se agradece la narración fluida, no empantanada en un mero plano/contraplano de origen televisivo, del que hasta ahora a Carnevale le había costado deshacerse.