Cuento de invierno
Como en todas las buenas películas de los Coen (no son tantas), en Inside Llewyn Davis: Balada de un hombre común hay una tensión, una resistencia por parte de sus protagonistas que luchan para no ser arrastrados por la corriente de miserabilidad y cinismo que los rodea desde el guión. Llewyn Davis, cantante de folk que actúa por monedas y duerme en sillones de amigos, debe pelear menos contra los rigores que le impone Nueva York que contra las notas exageradas de maldad que los directores colocan aquí y allá: no es casual que la película comience con el protagonista siendo golpeado sorpresivamente en un callejón por un desconocido; la escena, que sigue inmediatamente a un número impecable de Davis, es brutal y viene certificar en qué se cifra el estilo de los directores de Fargo: en la crueldad pura y dura con la que castigan a sus criaturas, a veces mediante una violencia explícita, como en el callejón, a veces a través del montaje, como al final de Temple de acero en el que se le depara un destino funesto a una protagonista que en su juventud desbordaba una energía que los directores, probablemente incómodos con tanta vitalidad, tenían que apagar de alguna forma.
Acá, los Coen parecen un poco más contenidos que de costumbre: los toques malignos propios de su cine se dosifican y atemperan hasta el punto de que la historia fluye por sí sola y no necesitan llamar la atención con alguna irrupción desmedida. En esos largos tramos de relativa calma narrativa, los directores demuestran un talento notable para la iluminación y el encuadre: la fotografía gris y azulada acompasada por un cielo siempre nublado le brindan el marco perfecto al relato de Davis y sus derivas urbanas en busca de trabajo o simplemente de un lugar para dormir. Los Coen también aprovechan al máximo a Oscar Isaac: sus gestos breves, casi imperceptibles, que transmiten un hondo desencanto y una desesperación apenas asordinada, colman la imagen y le imprimen a la historia una carga emotiva en negativo, que detrás de cada sentimiento ocultado deja adivinar una vida emocional intensa.
Sin embargo, como para no perder la costumbre, Inside Llewyn Davis no escatima en golpes desleales y retratos patéticos. La información arrojada al pasar de un aborto nunca concretado es otro de esos latigazos con los que los directores laceran a sus personajes desde la seguridad y la arbitrariedad del off, y la manera en que se describe a la pareja Gorfein, como si los dos fueran tontos, casi estúpidos pero con la astucia suficiente como para invitar a Davis a comer y de paso exhibirlo ante sus amistades como una rareza del Village (“nuestro amigo cantante de folk”, así lo presentan), demuestra una vez más que la tan mentada misantropía de los Coen la mayoría de las veces es solo una maldad simplona que intenta arrogarse el ánimo corrosivo de la sátira, pero que no deja de ser simple y pura vileza dirigida contra sus protagonistas.
Por otra parte, la aparición del personaje de John Goodman no funciona: como si el guión quisiera apropiarse por un momento del tono de Burton Fink, la narración se enrarece forzadamente y el viaje no tiene nada que ver con el resto de la historia. Pero más allá de los errores y de la crueldad característica de los directores (que por alguna extraña razón todavía les granjea adeptos y elogios), tanto la interpretación extraordinaria de Isaac como los espacios en los que Davis se mueve resultan fascinantes, que desbordan energía y movimiento y ambición como para ser subsumidos por los tics malignos de los Coen. La historia respira la angustia de los personajes y entre ellos se tejen unos inesperados lazos de solidaridad completamente ajenos al universo de los realizadores: desde la rutina aparentemente común de dormir en el sillón de otros hasta la amabilidad de los conductores que llevan sin dudar a los que hacen dedo en la ruta. Esa solidaridad es uno de los pilares del universo que levanta la película: la precariedad total que signa la vida de los personajes, incluso la de aquellos que parecen acompañados por el éxito, es acentuada y señalada por esa economía de favores sobre la cual habrá de desplazarse el protagonista, siempre a punto de caer al vacío de un mundo gris y frío, donde el invierno parece ser la única estación posible.