Pequeño gran hombre
Cierto día algún erudito en materia cinematográfica nos podrá explicar por qué esta pequeña obra maestra (otra más) dirigida por los hermanos Coen no ha sido nominada a mejor película en la pasada edición de los Oscars de Hollywood. Lo más imperdonable de todo es que los académicos tenían la oportunidad de escoger hasta diez títulos distintos para optar a premio, y al final se decantaron por tan sólo nueve películas candidatas. La única teoría que se me ocurre es que al público y a la crítica norteamericana no le gustan las películas de perdedores, y más concretamente aquellas propuestas en las que los “loosers” no acaban de asomar la cabeza en ningún momento, y acaban tan hundidos en la miseria como deberían acabar todos aquellos votantes ciegos que no han sabido ver las múltiples virtudes de un film que se disfruta desde el primer al último minuto de metraje.
Nueva York. Año 1961: Llewyn Davis (excelente Oscar Isaac, en un rol que sin dudas lo marcará para el resto de su carrera) es un joven cantante de folk que vive de mala manera en el Greenwich Village. Con su guitarra a cuestas, sin casa fija y casi sin dinero, durante un fuerte invierno, lucha por ganarse la vida como músico tocando en pequeños garitos donde busca el favor de un público versado en la materia. Los pocos amigos que tiene le prestan toda la ayuda posible en forma de comida y sofá cama. De los cafés del Village decide viajar a Chicago buscando la oportunidad de realizar una prueba para el magnate de la música Bud Grossman (a quien da vida un comedido Fray Murray Abraham).
A parte de Isaac, del resto del elenco actoral destacan sobremanera las figuras de Carey Mulligan (quien ya había coincidido como esposa en la ficción del actor en la estupenda Drive: Acción a máxima velocidad) y de Justin Timberlake, ambos dotados de una voz privilegiada con las que nos deleitan a lo largo del film con una serie de canciones aterciopeladas imprescindibles para todos aquellos amantes de la música en general y de la música folk en particular.
La banda sonora es simplemente magnífica, con algunas piezas que se escuchan una y otra y vez sin descanso, ideal para una velada tranquila en la que uno se deje mecer por la melancolía y la desazón. A su lado, una serie de secundarios de lujo que se lucen en pequeños pero inolvidables papeles: el inmenso -en todos los sentidos- John Goodman dando vida a un personaje que se inspira en el actor estadounidense Everett Sloane, famoso por su participación en clásicos como La dama de Shanghai, Marcado por el odio, El ciudadano o El loco del pelo rojo, y el emergente Garrett Hedlund(Troya; Tron: Legacy), quien borda un atípico poeta de barrio tan silencioso como contundente.
La crisis que atraviesa el protagonista tiene mucho que ver con la ironía del destino y con su incapacidad de estar en el lugar oportuno, en el momento oportuno (todo lo contrario a la frase famosa de John McClane en la saga Duro de matar). Alejada de ese modelo de película sarcástica que ha marcado una cierta filmografía de sus autores, estamos ante un relato íntimo y rabiosamente personal de alguien que busca el favor del público a la vez que anhela encontrar su lugar en un mundo cambiante, que no acaba de comprender.
El tono puede parecer menor, como si los dos hermanos quisieran construir una película discreta, haciendo el menor ruido posible, pero de manera paradójica consiguen mantener un continuo equilibrio entre la discreción cómica y los apuntes dramáticos. El resultado final es admirable y, a pesar de sus penurias, podemos acabar amando a Llewyn Davis.