El cine como borde de precipicio
Balada de un hombre común tiene nexos con muchos films previos de sus realizadores. Si eso es posible, lo es porque ya hay un universo tramado, autoral. Volver allí es rasgo de distinción, que el espectador celebra. En este sentido, el último film de los hermanos Joel & Ethan Coen (Gran Premio del Jurado en Cannes) reincide en la poética del personaje solitario, cuya relación con los demás expresa una visión de mundo.
En este sentido, Llewyn Davis (Oscar Isaac) lidia con lo que sucede así como lo hacían Jeffrey Lebowski (Jeff Bridges en El gran Lebowski) y Ed Tom Bell (Tommy Lee Jones en Sin lugar para los débiles). Entre ellos, el espíritu de Barton Fink (John Turturro) irradia, inserto en una decisión de vida, entre el escribir o no escribir, entre su literatura y el guión para Hollywood.
De mismo modo, Llewyn Davis atraviesa un camino que vuelve sobre sí. La semejanza con la pesadilla, con el sueño que toca fondo, hace que el tiempo se suspenda. Por eso, los Coen pueden trasladarse al pasado, a la Nueva York de inicios de los '60, y quedarse allí cuanto deseen, con el folk como lugar vaivén entre la herencia musical y Elvis Presley en el ejército. No será tanto la posibilidad de que Llewyn sea escuchado y aceptado comercialmente lo que incide en el film, mientras que sí el trazo que surge del lugar nodal, único, instancia de un cambio de mundo, que el músico asume.
Es decir, en este cantor que insiste y se golpea se cifra una sensación de época, pero también de no lugar. Es un contexto delimitable, si bien podría ser cualquier otro. Así como en Barton Fink. Más allá del momento histórico preciso, lo que asoma -trastocadamente cada vez más- es la mirada de un Llewyn Davis que persiste. No interesa responder por qué, sino mucho más sentir su desvarío, su perplejidad, su empecinamiento.
Cuando suceden estas impresiones, el cine de los Coen se toca a sí mismo. Cuando las canciones que atraviesan la película se vuelven momentos de claridad dentro del whirlpool propuesto. Es comprensible que Llewyn Davis no sepa cuánto tiempo ha pasado entre un día y otro. Lo que importa, quizás, sea lograr cada una de las canciones que se le escuchan. Hundirse con ellas y sentir que algo anida allí, cuando lo que apenas se toca se hace inasible.
Que haya productores malsanos, que las canciones sean bastardeadas, que exista manipulación comercial, que las relaciones de pareja no son fáciles, que Bob Dylan esté (o parezca estar), que el folk sea o no comercial, todo ello es apenas pátina con la que revestir una sensación de angustia bella. Sólo así es posible escucharle cantar desde el espíritu coincidente de la musa que el film profesa -Dave Van Ronk-, para emocionalmente alterar lo que se entiende por mundo.