Enseñanzas debidas
Llewyn Davis es un cantautor folk que allá por los años 60’s fue parte de la movida neoyorquina, pero que pasó sin pena ni gloria por la vida, opacado por los Bob Dylan del mundo. Incluso fue parte de un dúo más o menos exitoso, aunque su carrera solista terminó por sepultarlo en el olvido. Olvido, es cierto, del que los hermanos Joel & Ethan Coen lo rescatan con Balada de un hombre común. Para ser más precisos: Llewyn Davis no existió, en verdad es un personaje inventado por los directores/guionistas sobre la base de otro músico que sí existió, Dave van Ronk. Entonces el film, una sátira mayor de esos satiristas fundamentales que son los Coen, es la aproximación a una vida -o a la intuición de una- a través de los mecanismos pervertidos del biopic, ese subgénero.
La operación que hacen los Coen es sumamente atractiva. Por un lado toman la figura de Van Ronk, pero la despersonalizan para poder recrearla con total libertad, lejos de las posibilidades limitadas que brinda la biografía cinematográfica. Toman lo fundamental, la esencia del personaje que transitó al costado de la fama, que la rozó pero nunca la consiguió, para elaborar otro de sus calvarios para perdedores. De este modo -y por otra parte- analizan un tiempo y un espacio (la Nueva York intelectual de los 60’s), y avizoran una mirada sobre el mundo de la música, la industria discográfica, el circuito de artistas under de aquellos tiempos para banalizar el significado de la fama y vaciarlo de sentido: eso que definen apenas como un estar en el lugar indicado en el momento justo.
Más allá de la reflexión histórica y social que hacen los Coen con toda su carga críptica habitual, Balada de un hombre común funciona aún mejor cuando se revela su carácter paródico: porque el film es una burla sardónica a ese subgénero algo inútil del biopic musical, con películas recientes como Ray o Johny & June – Pasión y locura. En la biografía libérrima que hacen los Coen, no hay enseñanzas de vida, no hay aprendizajes, no hay escapatoria. Y esto, que suena misantrópico -por cierto algo que siempre es molesto en el cine de los hermanos-, termina siendo por una vez la vertiente más atractiva. Obsérvese la circularidad del relato, algo que en primera instancia parece caprichoso y manierista, pero que adquiere un sentido fundamental cuando en esa segunda vuelta se detallan elementos que en una primera mirada no estaban. Incluso, la idea de calamidades que se hilvanan a partir de una calamidad primigenia (un gato que se escapa) es anulada en sus posibilidades esotéricas con una estocada magistral del guión. Como decíamos, no hay forma de sacar conclusiones, no busque el espectador un sentido edificante porque nunca lo encontrará.
Los aciertos de Balada de un hombre común parecen, por lo expuesto, puramente estructurales. Es cierto, y también es verdad que la narración pautada a partir de pequeñas viñetas que se van encadenando no termina de ser todo lo fluida que debiera: hay mejores momentos (toda la parte en Nueva York, el encuentro con un productor en Chicago) y otros bastante fallidos y hasta irritantes (el viaje junto a un músico de jazz cuyas repercusiones se hacen demasiado crípticas). Pero ahí cuando la película pareciera comenzar a naufragar, saca a relucir su impecable repertorio de canciones (otro gran aporte de T Bone Burnett) maravillosamente puestas en escena por los Coen y ejecutadas estupendamente por Oscar Isaac. Y ahí, precisamente, reside otro de los aciertos del film: Isaac aporta una fisicidad a lo Buster Keaton, un rostro y una mirada grises, encadenadas con los cielos y ambientes plomizos, que le incorpora la humanidad y la gracia que por momentos los Coen parecen despreciar.