Acido y melancólico
Otro retrato de un perdedor, con muy buen pie en la música folk.
Casi no se ve la luz del sol cuando Llewyn deambula por los exteriores. El cielo es plomizo. Si la película en vez de en colores fuera en blanco y negro, el tono predominante sería el gris.
La película arranca con Llewyn, cantautor folk de los ’60, interpretando Hang me, Oh Hang me, el tema de Dave Van Rank. Son poco más de tres minutos, y es el único momento de la película en la que los hermanos Coen deciden tomarse su tiempo.
Los hermanos Coen -debe ser Ethan, que además de cineasta es escritor y dramaturgo- ven las flaquezas de la gente y las explicitan, pero no en términos de parodia. Las agrandan, les dan una magnitud casi en Panavision. Si de algo se burlan, con el espectador, es de los absurdos. El humor oscuro de los directores de Fargo y Sin lugar para lo débiles combina con diálogos tremendamente hirientes.
Es curioso, pero nunca hay maldad en los personajes que pintan. Tienen lo suyo: pueden ser obsesivos o maníacos, ser obstinados y agradecidos cuando -alguna vez les tiene que pasar- la suerte tal vez no les sonría, pero les guiñe un ojo. Como con ese gato que Llewyn pierde y encuentra. Ese gato que se llama Ulises y es otra más de las metáforas sobre Homero, y sobre el viaje más interno que externo que realiza Llewyn, por el subte o en auto, y que nos hace pensar si se va a dejar arrastrar por la corriente -como tantos- o tomará el timón de su vida.
Así, presentan a Llewyn como un nómade, un tipo que no tiene no ya dónde caerse muerto, sino siquiera dormir. Lo hace en sofás de amigos, conocidos o parientes, mientras intenta vanamente y con vanidad tener éxito como músico en el Greenwich neoyorquino. Integró un dúo que se disolvió -ya se verá por qué- y le cuesta abrirse camino en solitario.
Tal vez no todo conspira en su contra y él tenga algo que ver en sus infortunios. O tal vez no. A los Coen eso no les interesa. Como todos sus personajes perdedores -pero luchadores-, Llewyn es tozudamente melancólico.
Balada de un hombre común es de las películas que conjugan drama y comedia y en las que por momentos uno no sabe si llorar o reír. Conviene ingresar al cine sabiendo lo menos posible de su trama, porque también es de los filmes en los que todo puede suceder tras el próximo compás.
Es una película cíclica, y a la manera de los Coen, decíamos, homérica. Como si Llewyn fuera un hámster, caminando en esa ruedita sin fin, y tratara de cambiar su destino sin hacer, él mismo, mucho por torcerlo. Como si estuviese varado en el Greenwich. Como si aquéllos con los que se cruza -breves papeles interpretados por Carey Mulligan, John Goodman y Justin Timberlake (en la escena en que cantan Please Mr. Kennedy el tercero es Adam Driver, que sería el próximo malvado de la nueva trilogía de Star Wars)- no hicieran más que remarcarle, por oposición, su condición de perdedor, de frustrado.
La banda de sonido es todo un hallazgo, sean los temas interpretados por Oscar Isaac -toda una revelación, injustamente dejado afuera de la nominación al Oscar- o por Carey Mulligan.
Y como en Sin lugar..., en Fargo o en Barton Fink, el gusto que nos queda rebotando en el paladar es agridulce. O directamente ácida. Pero es un sabor decididamente necesario.