Alma en busca de un dueño
Paul Giamatti está tremendamente agobiado. Su nueva obra de teatro está próxima a estrenarse, pero él aún no consigue encontrar al personaje. La solución llega a través de una nota del diario en donde se informa de una empresa que se dedica a insertar y extraer el alma de las personas y así aliviar sus penas y estrés cotidianos. A pesar de las dudas, Paul decide someterse al tratamiento.
Veamos: un actor que hace de sí mismo y una empresa que realiza extraños procedimientos para sanar a las personas. No hay dudas de que, de entrada, lo único que Intercambio de almas dice entrelineas es ¿Quieres ser John Malkovich? y Eterno resplandor de una mente sin recuerdos. Pero, y más allá de ser lugares de paso a veces inevitables, estas comparaciones podrían brindar al menos una pauta de cómo funciona el mundo diseñado por Barthes. Si bien la naturaleza de los hechos que se cuentan estaría dando rienda suelta a las más absurdas e imaginativas situaciones –al estilo Kaufman, podría decirse– aquí la ficción toma un camino más o menos contrario. El prescindir, justamente, de los artificios y efectos especiales disponibles ante este tipo de relatos no sólo acerca la película a una exploración más dramática sobre el tema sino que también contribuye a la concomitancia de sus elementos más esenciales: paisajes y personajes siempre blancos, secos, vacíos.
En la misma dirección se manejan las imágenes que rompen con la linealidad del tiempo, y que reflejan, a modo de flashbacks o recuerdos, las reminiscencias del alma prestada. El ir caminando por un pasillo con grandes ventanales podría ser un hecho irrelevante, de no ser por el misterio, casi aterrador, con que esa especie de invasión ajena llega de repente a la memoria, y que vale por sí misma toda posible representación. Casi como un déjà vú extraído del mundo real, esta es la clase de momentos en los que Barthes pareciera entender los beneficios de la simpleza en su puesta en escena.
Por otro lado, no es extraño que el mundo frío y desolado haya encontrado su correspondiente protagonista en Giamatti, así como tampoco lo es que sus cualidades interpretativas carguen con una gran e importante porción de esta película. Su cuerpo parece ser el perfecto para desalmar, su presencia única para ser la esencia de todo el relato. Ahora: ¿y si Giamatti no estuviese? O mejor dicho: ¿Y si éste no aportara su ductilidad como actor, su talento tanto para la comedia como para el drama o el atractivo contraste entre la tristeza de sus ojos caídos y la gracia de sus gestos y su forma de caminar? Todo lo que Giamatti es y acapara en Intercambio de almas sirve para revelar el mayor defecto de la película: sólo es posible apreciarla por pequeñas partes, únicamente a través de fracciones o elementos aislados es que se hace factible saborear su austeridad visual. Así, la magia que Barthes consigue sacar tanto de su protagonista como de una fila de perros corriendo por la vereda o el sonido de las palabras extrañamente pronunciadas por Olga (su protagonista rusa) contiene también la crueldad de evidenciar la existencia de los instantes sin resplandor alguno.
Los créditos asoman justo después de un adusto desenlace, exterminando definitivamente la posibilidad de los embrujos de un buen final: sin los ojos de Giamatti ni las palabras de Olga, sin los perros ni los brillos del paisaje nevado, el film de Barthes se descubre en el desierto mismo de su escenario, apenas pudiendo disimular la melancolía por sus ausencias.