El malgasto de la vida es el tema que Antón Chéjov aborda en su drama Tío Vania, en el que el personaje del título se encuentra con que ha desperdiciado sus mejores años al servicio de una concepción errada. Un despertar similar tendrá Paul Giamatti, el actor elegido para una nueva puesta en escena de esta obra, afligido por la presión del estreno e incapacitado para desarrollar su papel. El inmediato alivio llega en forma de una nueva tecnología capaz de quitar un gran peso de encima, esos livianos 21 gramos capaces de cargar grandes cantidades de culpas, remordimientos y problemas diarios. Una decisión, un riesgo, una carrera y una vida posiblemente tiradas por la borda, ese es el conflicto con que se halla el Tío Paul, en una película que no puede dejar de recordar a Being John Malkovich.
Es la presencia de Giamatti como el personaje a deconstruir lo que hace de Cold Souls un film de interés, a pesar de la semblanza respecto al de Spike Jonze, con una actuación notable de aquellas que suele ofrecer en grandes películas. Si bien la de Sophie Barthes no es una idea que pueda considerarse original, su puesta en práctica podría haber resultado en un mejor trabajo. Toda la emotividad y gracia que el actor es capaz de aportar, lo mismo corre para una Emily Watson con poca pantalla, acaba algo desaprovechada frente a una historia que no termina de convencer, más allá de lo ficticio de la premisa.
La debutante realizadora ofrece un proyecto con altibajos, con pasajes muy logrados en los que el humor funciona, pero con otros que, de tan sintéticos, parecen mecánicos. Esas falencias, sumadas a la falta de emoción, es lo que hacen tropezar al gran final que la directora tiene entre manos. Una perfecta vuelta chejoviana sobre el personaje de Dina Korzun que, a raíz del desarrollo general, parece equivocadamente inconclusa.