Intercambio de almas más raro que bueno
Un actor existencialmente agobiado encuentra una clínica donde descargar su alma durante un par de semanas, así encauza mejor su energía para la obra que está ensayando. Significativamente, lo vemos acercarse de distintas maneras al final del «Tío Vania». Bueno, acude a la clínica y deja su alma en un depósito. Pero detrás están la mafia rusa, el mercado negro, la mujer del mafioso que quiere tener el alma de un actor americano para lucirse en una soap opera rusa, la mujer que hace de mula de almas y en cada viaje se va cargando de penares ajenos, la actriz rusa que se mató sin dejar su alma a nadie, la esposa del actor que descubre estupefacta lo que hizo el loco de su marido, que ahora debe viajar hasta San Petersburgo en busca del bien perdido, y, para completarla, un fondo de cobertura se hace cargo del depósito y se plantea tasar las almas a precio de mercado.
No vamos a decir lo que otros hubieran hecho con tamaña fantasía. Como hay algunos chistes, suponemos que Sophie Barthes, la autora, quiso hacer una comedia. Para mayor resguardo y claridad, digamos que quiso hacer una comedia filosófica, a lo Woody Allen de los primeros tiempos, cuando escribía chascarrillos de estudiantes universitarios (pero en tal caso le falta chispa), o, mejor, a lo Charlie Kaufman, aquel que escribió los guiones de «¿Quieres ser John Malkovich?» y «Eterno resplandor de una mente sin recuerdos». No hablemos de plagio, ni de imitación. ¿Acaso de almas gemelas? Lo cierto es que la historia de Barthes y las de Kaufman demuestran cierto parentesco y algunas coincidencias interesantes. Y que ella empieza su propio camino. Es su primera película, algunas cosas le salen bien, otras aburren un poquito, eso es todo.
Por suerte tiene muy buena ayuda en el protagonista, el ascendente Paul Giamatti, con su cara de neoyorquino preocupado y medio neura, y en todo el elenco, especialmente el canoso David Strathairn como director de la clínica (muy señalables sus diálogos con Giamatti), la inglesa Emily Watson, que hace de esposa, la rubia tristona Dina Korzun, y el joven capomafia Sergei Kolesnikov (otro diálogo señalable). Gran ayuda, también, la fotografía de Andrij Parekh, neoyorquino de ascendencia hindo-ucraniana y esposo de la directora. Faltaba más.