Perdidos en Rusia
Un actor en crisis. Saturado, bloqueado. Ese actor es el gran Paul Giamatti. Un Paul que hace de él. Le ofrecen ayudarlo con su crisis a través de una terapia novedosa, extraer el alma para aliviarse, dejarla almacenada y con eso aplacar su angustia. Esta premisa fantástica es la excusa para que los juegos metafísicos (que suenan tan a Charlie Kaufman y sus Eterno Resplandor de una Mente sin Recuerdos, ¿Quieres ser John Malkovich? y el Ladrón de Orquídeas) se inicien. Porque ese juego de Giamatti haciendo de Giamatti es tan certera que se nos confunde la realidad con la ficción. En eso y en todos sus enrosques de verdadero falso se vuelve atractiva.
La historia luego para poder seguir se crea un problema. El alma almacenada del bueno de Paul es negociada por una rusa con deseos de ser actriz. Esto obliga a este desalmado a viajar a Rusia. Ahí se sentirá ajeno como nunca (y quién no?). La elección de Rusia es un acierto. Ahí la directora puede echar toda la carne al asador con el devenir a lo Perdidos en Tokio con puro color congelado, todo un trip de colores apagados.
La opera prima de Sophia Barthes resulta positiva. Quizás las influencias de Kaufman marquen demasiado el paso y la comparación, porque además es claro, le falta todavía para enroscarse al nivel Kaufmaniano. Pero la fortuna de contar con un gran Paul soluciona casi todo, incluido algunos momentos de narración farragosa y otros donde se nota su necesidad de adornar el plano para demostrar talento visual.
Seguir hablando de la actuación de Giamatti es en vano, es uno de esos actores infalibles.
El recorrido sufriente de este Paul tanto en su vida de actor como en la etapa de perseguidor de su alma (aunque quizás sean lo mismo) es extremadamente disfrutable. Entonces esa buena idea inicial no resulta desperdiciada, algo que sucede a menudo (ver sino El Precio del Mañana), bien por Sophia.