Interestelar

Crítica de Pablo Sebastián Pons - Proyector Fantasma

ETERNO RETORNO

Luego de coescribir El Hombre de Acero (Man of Steel, 2013), de Zack Snyder, y a más de dos años del flojo final de la saga de Batman con El Caballero de la Noche Asciende (The Dark Knight Rises, 2012), Christopher Nolan encara con Interstellar su película más ambiciosa en todos los sentidos cinéfilos posibles. Situada en un futuro distopico, donde los recursos terrestres se acercan a su fin, el piloto Cooper (Matthew McConaughey) encara una misión espacial liderada por el profesor Brand (Michael Caine), dejando a su suegro (John Lithgow) y sus hijos (Mackenzie Foy y Timothée Chalamet) en la Tierra. En el viaje lo acompañarán la doctora Brand (Anne Hathaway), Doyle (Wes Bentley) y otro científico (David Oyelowo) para descubrir un planeta similar a la Tierra donde vivir y salvar a la especie humana.
Las películas de Nolan nunca se han caracterizado por su simplicidad, nunca ha creído en esto de que la distancia más corta entre un punto (desarrollo) y otro (desenlace) es una línea recta. De hecho, todo lo contrario, es casi una condición sine qua non de sus obras. Siempre ha elogiado implícita e indirectamente la complejidad argumentativa, que en la gran mayoría de sus películas no hacen más que enmarañar la comprensión de sus ejecuciones atentando de forma directa en la narración, comprensión y fluidez de la trama. Solo por nombrar dos casos, el prodigio visual que resultó ser El Origen (Inception, 2010) escondía en toda esa red onírica del inconsciente la obsesión de Cobb (Leonardo di Caprio) por su esposa. De alguna manera fallida por la falta de desarrollo en la relación, el Batman de Christian Bale, y el Guasón de Heath Ledger de The Dark Knight se autodefinían por su antagonismo, una necesidad mutua de la existencia del otro para justificar su enemistad (retratada con excelencia en La Broma Asesina, la novela gráfica de Alan Moore y Dave Bolland, precisamente por todo el trasfondo de décadas del comic).
Encubierta en una cascara grandilocuente y ambiciosa, llenas de frases profundas y sobre-explicaciones pomposas, Interstellar es un Nolan en estado puro, con los aciertos y defectos arriba mencionados. Aquí no hay medias tintas. Nolan irrita y desconcierta en la misma medida que provoca admiración y asombro, puede realizar tanto proezas visuales (como los planetas visitados y lo que en ellos pasa) como cometer torpezas argumentales y narrativas (¿era necesario el desenlace explicativo?), todo en un marco discursivo solemne y serio del que nunca quiere escapar, que le sirve por momentos y le juega en contra en tantos otros. La clave con Interstellar es decidir que priorizar: el eterno dilema del vaso medio lleno o medio vacío.
Sin embargo, Interstellar es lo suficientemente hábil o contundente para hacer creer que bajo toda esa estela pretenciosa que coquetea con la mecánica cuántica, la física y la poesía clásica, hay algo sentimental que produce una empatía (en el caso de quien escribe) inevitable en esa relación padre-hija. Alguna señal (tan cursi como cierta) que demuestra la trascendencia del amor a través del tiempo y el espacio. Alguna significación en esa relación que hace olvidar por un segundo todas las torpezas en las que Nolan abundó. Y ahí es donde el vaso de Interstellar se ve medio lleno.
Por Pablo S. Pons