Interestelar

Crítica de Roger Koza - Con los ojos abiertos

Un film paradójico: es un bodrio, pero tiene tres o cuatro secuencias muy buenas y una es memorable.

Al igual que en la tardía secuencia en la que una nave espacial tiene que acoplarse a la estación espacial Endurance en una galaxia lejana y no lo logra (un estéril pasaje de suspenso), Interestelar, fantasía científica filtrada por una reivindicación clásica de la institución familiar, tampoco consigue acoplar coherentemente su curiosidad por la astrofísica con el amor filial, fallida conexión a veces matizada sin gran eficacia por la poesía de Dylan Thomas. Si, como se dice aquí, en ciertas circunstancias la especie importa más que el individuo, las grandes ideas también parecen tener aquí prioridad respecto del cine.

Un travelling lateral de izquierda a derecha sobre una biblioteca. Ese es el plano inicial, del que nadie podrá inferir la importancia cósmica de esos estantes. Lo mismo sucederá con el significado (metafórico) de la palabra “fantasma”, que obsesiona a Murph, la inquieta hija preadolescente del ingeniero y astronauta Cooper, devenido en granjero, que idolatra aún el conocimiento científico en una época posapocalíptica del mundo. En estas coordenadas históricas y materiales, la agricultura se impone por la fuerza: producir alimento es infinitamente más necesario que explorar el espacio. Aparentemente, la tierra está exhausta, y sobrevivir es un imperativo. En verdad, los sobrevivientes de una catástrofe que permanece en fuera de campo no lo saben: a la biosfera le quedan pocos años.

Ya sea un fantasma o una entidad inteligente de otro mundo, no hay duda de que Murph recibe mensajes, y cuando Cooper descifre uno de ellos terminará liderando una misión a otra galaxia para salvar a la humanidad. Es un viaje en el espacio, pero también un viaje en el tiempo. Durante la misión, sus dos hijos en la Tierra envejecerán mientras él y tres miembros más de la NASA viajen por las estrellas en búsqueda de un planeta habitable. Por cierto: el pasaje en el que Cooper deja su casa y, elipsis mediante, aparece sentado en la nave despegando rumbo al infinito es uno de los buenos momentos del film.

Habrá algunos más, en especial aquel en el que Cooper visitará el interior de un agujero negro, instante glorioso en el que se puede verificar el poder del cine posfotográfico de nuestro tiempo. Con un buen software, cualquier evento especulativo es susceptible de representarse. En efecto, Cooper moviéndose a través de la misteriosa estructura geométrica de un hoyo negro resulta una poesía visual abstracta difícil de olvidar. ¡Esa secuencia es la película!

La percepción y su distorsión es el tema común a casi todas las películas de Christopher Nolan: el problema de la memoria en Memento, la modificación perceptiva incitada por el clima en el protagonista de Noches blancas, la perspectiva paranoica y psicotizante, respectivamente, de las dos primeras películas sobre Batman, el arte de la ilusión óptica en El truco final y el dilema epistemológico en El origen, en donde establecer un criterio de demarcación entre la conciencia onírica y la conciencia de vigilia es (cartesianamente) imposible. Interestelar no es la excepción, pues aquí directamente se trata de la adaptación a una mutación visual del espacio-tiempo. La normalización de otro sistema de organización del espacio se insinúa al final. Como en El origen, ya no como producto de un sueño sino como una forma concreta de la percepción, aquí el espacio se vuelve a plegar y curvar hacia arriba, una inquietud topológica reiterada en Nolan.

En la poética de Nolan, el montaje cruzado es una marca autoral, lo que no significa que estemos frente a un discípulo aplicado de Griffith. Aquí, como en otros de sus films, el ida y vuelta se vuelve esquemático. Cooper batallando en el cielo mientras su hija (ya de grande) intenta descifrar un acertijo cósmico en la habitación de su casa paterna en la Tierra es indirectamente una demostración física de que cada película suya son varias películas diseminadas, reunidas, a menudo, sin la menor elegancia. El paralelismo que establece entre las explosiones cósmicas y el incendio en la Tierra no solamente es forzoso (y en la estructura narrativa, asimétrico), sino que prepara paulatinamente (y por un mandato del guión) tanto la intersección entre dos universos distanciados por una escala de espacio-tiempo inconmensurable (que articula filosóficamente la trama) como la reunión afectiva de sus dos personajes más importantes, en la que la película ordena su fuerza melodramática.

Lo mejor de Interestelar reside en el placer de jugar narrativamente con la astrofísica gravitacional relativista de Kip Thorne: toda la especulación sobre la posibilidad de viajar en el tiempo, como también la incorporación en ciertos diálogos de conceptos como “agujero de gusanos”, “singularidad desnuda” y la afirmación de que “es imposible viajar hacia atrás en el tiempo” remiten al notable físico estadounidense, tópicos que pueden aburrir soberanamente a algunos sin predisposición a los misterios físicos del cosmos.

Para alivianar esa exigencia teorética, como es de esperar, se apelará a la sensiblería hollywoodense. El amor (paterno) es aquí una fuerza mayor que la gravedad y no faltarán las protocolares escenas familiares, siempre acompañadas por los acordes musicales de Hans Zimmer, para recordarnos que la institución familiar es tan universal como la bandera de Estados Unidos flameando en una galaxia desconocida.