Otra película nacional con buenas locaciones, protagonistas empáticos y el tipo de trama no pasa nada pero está todo bien. El título es apto: Interludio; el pasaje entre una separación y una nueva vida. Y quizá sea eso, la posibilidad de que todo siga bien, los simpáticos y disfuncionales personajes a lo Little Miss Sunshine, lo que hace que la película funcione un poco por encima de otro filme nacional de 70 a 80 minutos simplemente ok.
Sofía tiene una rabieta de mil demonios. Acaba de descubrir que su marido es gay, así que hizo las valijas, subió al auto a sus dos hijas y se fue a pasar septiembre en una casi fantasmagórica locación atlántica (los títulos luego acreditan las locaciones en San Bernardo y Mar de las Pampas). Así que Interludio es un poco como los tiempos muertos de Balnearios, de Mariano Llinás (aquellos sin barquilleros ni salas de videojuegos que explotan), pero poblados de personajes estrambóticos.
Al parecer, Sofía es la más normal, pero no. Irina está cansada de los bajones y los raptos neura de su madre y traba relación con una chica local; por su parte, Pachi, la más chica (una especie de Chilindrina mansa y juguetona), desconfía de los locales, en especial de dos hermanos gemelos, que ve como extraterrestres.
Sofía sueña, y uno de los juegos de la directora, Nadia Benedicto, es entrever cuáles de los sueños son reales. Hay una escena especialmente evocativa de las vacaciones costeras, y ocurre cuando Sofía invita a sus hijas a cenar fuera de casa. Todas coinciden en pedir rabas, pero en el restaurante rabas no hay, y terminan cenando pizza y coca, contentas de todos modos.
Simple como suena, ésta es la clase de pequeña anécdota inevitable en cualquier escapada costera, y la simpleza misma con que se retrata mueve nervios especiales. De este tipo de azar, acertado cuando ocurre, se nutre lo mejor del cine argentino independiente.