Siempre algo puede salir muy mal
Las premisas no pueden ser mejores. Mujer sola, recientemente separada y en casa nueva, indecisa y temerosa, más una presencia ominosa que, parece, la acecha desde las sombras. El propietario puede que sea una buena posibilidad para su anhelo de compañía. Pero su abuelo, eso sí, es el emblema mismo del susto: el gran Christopher Lee. Todo ello con el corolario que es, a su vez, sello de inicio así como lustre para el terror británico: Hammer Films. Otra vez al ruedo y para dar sustos de los buenos.
Algún elemento más para atender, y que no es cualquiera. Hilary Swank corre, se desnuda, se baña y hace "cosas" íntimas. Su cuerpo aparece y desaparece desde gestos esquivos, pero con una sensualidad que coincide -desde aquellos tiempos inmemoriales- con el gesto abrupto y sexual de tantos y tantos escotes mordidos por los colmillos del Drácula de Lee. Muy bien.
Pero la realidad se impone. Un flashback extenso, estúpidamente explicativo, pondrá rápidamente las piezas en su lugar, no vaya a ser que el espectador pueda no "entender" lo que se expone y se dice. Por las dudas, se atan todos los cabos sueltos de manera redundante, para situar cada pieza en su lugar y saber quién es el bueno, el malo, y todo eso. Christopher Lee, en tanto, no ha quedado más que como decorado de torta barata.
Es cierto que las películas Hammer tampoco tenían -salvo excepciones- presupuestos elevados. Pero lo que primaba era la astucia, la manera inteligente de renovar a los personajes y de redimensionarlos, aquí el hallazgo, desde la fase mítica. Allí entonces Frankenstein y Drácula -Peter Cushing y Lee-, estandartes que sumarán filas con Hombres Lobos y Momias, amén del padrinazgo que supone el insigne Doctor Quatermass.
Pero no serán más que recuerdos cinéfilos lo que evoque el sello Hammer. Invasión a la intimidad, luego del flashback mencionado, cae en una pendiente cada vez peor, que nada tiene que ver con el espíritu hammeriano ni con el cine de más o menos buen terror. El personaje de la Swank será preso de una paranoia que, no bien sepa por dónde entenderla, habrá de desperdigar el interés todo del film. Es en este sentido que la película termina cuando no ha pasado ni media hora. Tan mala es. Pero lo peor es que continúa, mientras se mata y revive al monstruo de turno tantas veces como sea necesario.
Ante tal pobre exposición cinematográfica, bien haría Christopher Lee en calzarse las lentes de contacto sanguíneas y, cegado como se sabe quedaba, dar unos cuantas mordidas para alejar a tanto cine de pacotilla. Todo sea en recuerdo e idolatría de los maestros que supo tener aquel sello, emblematizados en los nombres de -elije el cronista- Freddie Francis y el incomparable Terence Fisher. Reverencias.