Paisaje después de la batalla.
Invasión del mundo – Batalla: Los Angeles es, en principio, el espectáculo terrible y fascinante de un mundo que se cae, que se derrumba sobre sus propios cimientos. Desde hace unos años, conforme los efectos especiales alcanzan un nivel superlativo de verosimilitud, la ciencia ficción en su variante “invasión del planeta Tierra por parte de fuerzas extraterrestres” cuenta con esa capacidad para impactar la retina con la visión de cómo lo que luce familiar se ve dado vuelta, arrasado, convertido en la ruina ardiente de lo que supo ser. Haciendo honor al mandato de ese linaje reciente, la película muestra sobre todo los efectos devastadores de la llegada de los invasores interplanetarios –primero en televisión, que es el modo en el que se establece el principio aceptado de realidad–, como si nuestro pobre hábitat no estuviera ya suficientemente vapuleado. Se organiza entonces la resistencia. En una serie de planos enloquecidos, en los que se reproduce el estado de desquicio con el que las fuerzas armadas se justifican a sí mismas, se puede apreciar el ambiente donde se desenvuelven los marines, con su carga ritualizada de tensión contenida, de músculos en busca de una razón de ser, de miedo listo para convertirse en odio ante la primera señal de alarma.
En el medio de ellos se destaca el sargento Nantz, que tiene una mancha en su conciencia por una actuación desafortunada en el pasado, y que se ve obligado a hacerse cargo de un batallón destinado al epicentro de los hechos, situado en algún lugar de la ciudad que prescribe el título de la película. Al introducir el elemento humano en el remolino casi abstracto de las imágenes precedentes, lleno de caras y cuerpos anónimos, no se llama a filas a la alegría sino al dolor. Con exactamente dos planos de la bandera de los Estados Unidos que parece ondear contra un cielo convulsionado se despacha la cuestión nacional para, en seguida, instalar al espectador en el clima de terror reinante que resulta ser la módica clave de disfrute de la película. En este ejército nadie goza, se sufren la persecución y el exterminio. La película vuelve vívidas las pesadillas de un país invadido en donde todo lo conocido trastoca su aspecto y se vuelve el rostro ominoso del abismo al que nos precipitamos cuando dejamos de reconocer lo que está a nuestro alrededor.
Una notable secuencia, en la que se derriba en el aire a un extraterrestre que termina cayendo dentro de la pileta de una casa deshabitada, culmina con un marine aterrorizado apuntando con su rifle el agua burbujeante, como si de ella fuera a emerger en cualquier momento la criatura monstruosa de una película fantástica de los años cincuenta. En otra, el sargento se lanza a una perorata bastante cursi en la que se intenta reforzar con palabras el humanismo dudoso que la película pretende arrogarse, al menos como telón de fondo. La escena es larga y particularmente torpe en su carácter de injerto catequizador dentro de un conjunto en el que prima el sentimiento básico de extrañamiento y horror, ya que de lo que se trataba hasta el momento era de seguir a ese grupo humano inmerso en el desconcierto y el espanto que le tocaban, de mostrar el curso errático de sus aventuras en las que ninguna alusión externa venía a horadar la fuerza centrípeta de esa pasión llamada supervivencia. La película no pierde el equilibrio pero el olor a moralina se siente como una estafa.
Invasión del mundo – Batalla: Los Angeles se revela pronto como un destilado de géneros populares que no se excluyen mutuamente sino que se asumen como parte de una historia moldeada por el pulso de una ideología común. Hacia el final, el coraje individual y el trabajo en equipo parecen establecer una ética a partir de la que el campo devastado después de la batalla puede observarse con el pecho lleno de la dulce satisfacción del deber cumplido. Al sargento Nantz se le habrá muerto un soldado en el pasado pero ahora ha salvado a varios. La acusación a Invasión del mundo – Batalla: Los Angeles del cargo de ser una “película de reclutamiento” resulta tan apresurada como improcedente. Más bien, de lo que se trata es de machacar con una lección. La contrapartida del esfuerzo y la superación personal es, si no la prosperidad material, la tranquilidad del espíritu.