Semper Fi
Se podría decir fácilmente que Invasión del mundo. Batalla: Los Angeles atrasa unos setenta u ochenta años. Pero en realidad no está estancada tanto tiempo atrás. Más bien unos 9 o 10 años.
Si retrocedemos esa cantidad de tiempo, nos encontraremos con que acababan de tener lugar los atentados del 11 de septiembre y Estados Unidos tenía a la mayoría del mundo de su lado: la corrección política estaba en su punto álgido y todos se lamentaban por la suerte de las víctimas; se trataban de evitar los discursos revanchistas para con el pueblo norteamericano; Bush gozaba del apoyo de Italia, España y Gran Bretaña, o llamaba “la Vieja Europa” a Francia y Alemania cuando estos se negaban a dar su apoyo y nadie parecía ofenderse demasiado; Paul McCartney escribía una canción que decía aproximadamente 800 veces “freedom”; se intuían cincuenta mil negociados en las invasiones a Afganistán e Irak, pero pocos prestaban atención a eso; y hasta George podía darse el lujo de decir “misión cumplida, ganamos la guerra” desde un portaaviones y muchos ingenuos se la creían. La imagen que proyectaba Estados Unidos hacia el mundo era no sólo la de potencia única y eterna represora, sino algo más similar –mal que le pese a la izquierda- a la del “sheriff del mundo” en el mejor de los sentidos, como garantes de la paz, la democracia, los derechos humanos y las virtudes del capitalismo. Ellos eran la aldea global, los referentes inmediatos a nivel social, cultural, político y económico.
Eso también era comprendido por el cine del mundo. Por eso eran posibles películas como Día de la Independencia (con su patriotismo de juguete traspasando toda barrera del ridículo) o La caída del Halcón Negro (que reconvertía un episodio que demostraba el fracaso del intervencionismo en un éxito de esa misma política). O que Roberto Benigni nos plantara en La vida es bella un tanque yanqui como un símbolo de tranquilidad, restablecimiento de los valores democráticos y por sobre todas las cosas, amor. Muchos nos podíamos indignar o criticar esas tendencias complacientes de la derecha norteamericana militarista y neoliberal. Pero también estábamos obligados a analizar las metodologías discursivas de esa ideología, porque era claramente la dominante y las mayorías las apoyaban. El camino que se presentaba entonces no era criticar el discurso en sí, sino sus herramientas, para luego sí poder deconstruirlo y ponerlo en crisis.
Pero claro, ya no estamos en los noventa. Tampoco en los primeros años post-11 de septiembre. Ya han pasado diez años, y no pasaron en vano. Corrió mucha agua bajo el puente y ese discurso derechoso extremo se encuentra, lo quiera o no, en una innegable crisis. En el medio se destaparon todos los negocios corporativos non-sanctos con la guerra; las violaciones de derechos humanos explícitas en Abu Ghraib y Guantánamo; el regreso sin gloria a sus hogares de los soldados con toda clase de traumas físicos y psicológicos; la mentira de las armas de destrucción masiva; Osama Bin Laden vivito y coleando vaya a saberse dónde (si es que en realidad existe ¿no?); el desastre de Katrina; el colapso de Wall Street… Mucha gente sigue creyendo en ese faro de libertad y esperanza que vendría a ser la nación estadounidense, pero la luz indudablemente está titilando. Esa imagen impoluta puede recuperarse, pero va a costar un largo tiempo y muchos ya se dieron cuenta.
Obama se avivó bastante de eso y por eso sigue practicando una política militarista y capitalista (Estados Unidos siempre va a ser así, no hay con qué darle), pero con variantes y abordajes bastante más sutiles y flexibles, consciente de que ya no se puede entrar a las patadas a cualquier lado en este momento, porque se corre el riesgo de que las patadas vuelvan como un boomerang. Hollywood también comprendió eso, adoptando una mirada decididamente crítica sobre los procesos militares, políticos, financieros y económicos. A lo sumo hay un punto de vista objetivo, distanciado, sin grandes excesos.
Pero un filme como Invasión del Mundo. Batalla: Los Angeles no parece tener nada de esto en cuenta. El discurso que enarbola no sólo es maniqueo hasta la exasperación, sino que además no tiene en cuenta el contexto político. Pretende combinar elementos estéticos y narrativos de Día de la Independencia, La caída del Halcón Negro y Guerra de los mundos, pero en ningún momento alcanza a estructurarse de tal manera que pueda ser apreciada como una parodia, una aventura pura y dura, un retrato de profesionales enfrentados a situaciones extremas o una metáfora socio-política. Ni siquiera ofende. Es, sencillamente, un filme imposible.
La única línea de defensa con la que cuenta este relato acerca de un grupo de marines en una misión de rescate durante una invasión alienígena –en la que van descubriendo sin prisa y sin pausa las bondades del servicio militar, el compañerismo y la valentía de ser marine, cómo los marines son superiores a los civiles, cómo los marines no tienen la culpa de nada, cómo los marines tienen los méritos de todo, cómo los marines son el sostén de la patria, etcétera, etcétera- es Aaron Eckhart. Ese pedazo de actor te hace todo creíble y puede decir sin pestañear monólogos insostenibles. El tipo te hace la venia, y uno hasta por ahí le responde y empuña un fusil. Del resto mejor ni hablar, porque ni siquiera califica como cine. Es más, no se sabe qué demonios es.