Alrededor de la rutina del escritor mexicano Mario Bellatín, Gonzalo Castro compone de nuevo una película límite que, en el carácter extremo de su propuesta, parece rechazar el diálogo con otras películas e incluso con el cine nacional en general. Castro, acaso el director argentino que pudo delinear el modo de producción más original y personal de los últimos años (todavía más que el de Llinás en Historias extraordinarias), se entrega a la observación de la realidad y la ficción desde un lugar nuevo, capturando espacios, gestos o formas de hablar cotidianos que antes de él se escurrían y perdían irremediablemente. El cine de Castro representa la realización del mito del autor total, un salto en la manera de hacer películas que conecta fuertemente el cine con la literatura (Castro también es escritor): el director y guionista cumple a la vez los roles de sonidista, fotógrafo y editor (aunque jamás será músico, ya que el realizador de Cocina reniega de la música extradiegética por constituir un subrayado innecesario). Resfriada y Cocina, sus dos películas anteriores, con sus universos reducidos, íntimos y hechos a base de palabras, irrumpían de manera discordante y feliz en el panorama del cine argentino, pero a la vez planteaban un interrogante: el modelo ensayado por Castro, ¿permitía innovaciones, cambios, o estaba condenado a una repetición interminable que amenazaba con agotar la novedad y la frescura de esos primeros planos temblorosos y filmados con cámara en mano, sonido directo y luz natural? Invernadero es la respuesta a ese interrogante, porque en su tercera película Castro logra romper algo del extenuamiento que empezaba a dejar ver su modo de hacer cine, sin por eso alterar su propuesta básica (que sigue siendo borde en términos cinematográficos) y el clima intimista de sus historias. A diferencia de sus antecesoras, en Invernadero la cámara no se mueve, la luz es brillante e ilumina las escenas de manera desbordante, el sonido se escucha claro y, si bien el ruido ambiente cumple un papel fundamental, los diálogos son nítidos y destacan en la banda de sonido, y los encuadres demuestran una planificación mayor que da cuenta de un minucioso trabajo de puesta en escena. Sin restarle importancia a sus dos películas anteriores, Invernadero es el resultado de una madurez estilística notable, que prueba hasta qué punto el modelo de Castro es flexible y soporta la variedad de propuestas cinematográficas. En comparación con Resfriada y Cocina, hasta podría llegar a decirse que hay un cierto clasicismo en Invernadero, una elegancia fruto del aprendizaje y del aprovechamiento inteligente de las herramientas del cine.