Invernadero

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

El extraño caso del señor Bellatin

Como en Resfriada y Cocina, Castro planta su cámara frente al mundo y no la mueve, hasta sentir que el mundo le pide una próxima escena. Pero aquí ese mundo es más interesante porque se trata del mundo del escritor mexicano Mario Bellatin.

A esta altura todo un clásico anual del Bafici, ya se trate de Resfriada (exhibida tres años atrás en la competencia argentina de ese festival), Cocina (en 2009) o Invernadero (ganadora de esa misma competencia, el año pasado), el método de Gonzalo Castro es tan sencillo y riguroso como límpido y sistemático. Escritor, editor y desde hace menos de un lustro director, guionista, director de fotografía y montajista, Castro (Buenos Aires, 1972) planta su cámara frente al mundo y no la mueve, hasta sentir que el mundo le pide una próxima escena. Aunque su cuarto oficio cinematográfico (el de montajista), tal vez no esté todavía a la altura de los otros tres, haciéndolo tropezar aquí y allá, es posible que en Invernadero el método Castro se haya hecho más fluido, más transparente y atractivo que nunca. ¿Mérito del mundo filmado o del modo en que Castro aprendió a filmarlo? Quizás en semanas más haya ocasión de verificar, en la nueva edición del Bafici, si es una cosa u otra. Eso, siempre y cuando el director con apellido de película del Bafici mantenga su producción de una por año.

El mundo filmado es en esta ocasión el mundo Bellatin. O un recorte o visión de él. Conocido en Argentina por algunas de sus novelas (Poeta ciego, El jardín de la señora Murakami, Perros héroes) y editado en la editorial del propio Castro (Los fantasmas del masajista, Eterna Cadencia, 2009), el mexicano Mario Bellatin tiene una hija argentina, vive de a ratos en Buenos Aires y le falta una mano. La derecha, para más datos. Su hija, su departamento porteño y su mano son algunos de los protagonistas de Invernadero. Otros son su escritura, la corrección de sus originales, su asistente, sus cuatro perros, su desmemoria literaria, sus viajes, sus viajes por el mundo de los sueños y sus viajes por la mística oriental. Pero más que nada su cualidad de dialoguista indolente, dispersivo y sorprendente. Todo eso, en 94 minutos. ¿94 minutos y cuántos planos? ¿Quince, veinte? En cualquier caso son contables. Lo que más importa, no suenan impostadamente fijos, ni aburridos, ni interminables.

Todo lo contrario (mérito de Bellatin, mérito de Castro: tal vez no haya que esperar hasta el próximo Bafici para salir de dudas), esos quince o veinte planos de Invernadero son enormemente naturales, fluidos e interesantes. Ya se trate de Bellatin afeitándose (con la mano izquierda), de Bellatin y su hija sacándole fotos a uno de sus perros, de Bellatin contando cómo era cuando tenía una mano biónica, de Bellatin mirando por la ventana las antenas del Departamento de Policía, de Bellatin confiándole a la escritora y editora Graciela Goldchluk sus olvidos (de todo aquello que escribe, de todo aquello de lo que habla), de Bellatin charlando con su amiga y colega Margo Glantz sobre heterónimos, narcisismos, palabras raras del idioma, bueyes perdidos y la idea conjetural de “escribir sin escribir”. O de Bellatin convirtiendo su garfio de metal en un jardín público: de allí, tal vez, lo de Invernadero. Si es documental, ficción o ninguna de ambas cosas, importa tanto como el metal del que está hecho ese garfio de pirata.