LOS ACTOS COTIDIANOS
La tercera película de Castro consigue plasmar una búsqueda teórica y práctica del cineasta; una película mucho más importante de lo que se cree, y una actualización de la vieja política de los autores en un nuevo contexto.
En Obra reunida, de Mario Bellatin, se puede leer en la solapa: “Soy Mario Bellatin y odio narrar”. Esta declaración del protagonista de Invernadero, tercera película de Gonzalo Castro, ganadora en el BAFICI y Gijón en 2010, es una aseveración paradójica: los escritores de novelas, se supone, desean contar una historia. Muchos dirán lo mismo del cine: quien filma pretende contar algo. En el cine de Castro la voluntad narrativa es homeopática: el relato se destila hasta casi su desaparición, lo que no significa que nada pase.
Invernadero muestra la cotidianidad de un escritor. Bellatin se interpreta a sí mismo. Corrige sus textos, pasea con sus perros, decora con hojas su brazo ortopédico, se afeita, dialoga con su acupunturista, escucha a un exégeta de sus escritos y comparte tiempo con su hija (Marcela Castañeda, mujer de Castro y una revelación), que suele coser y también baila.
Entre el sugestivo plano inicial en un jardín hasta el bellísimo plano de cierre en donde la hija abraza a su padre, ningún pasaje propone tensión dramática, ni denota un mensaje a descifrar. Se discutirá sobre la obra de Bellatin. Su puntuación, por ejemplo, parece más cercana al entendimiento infantil. El punto indica el fin de la respiración, no la demarcación del sentido en una oración. En una secuencia absolutamente lúdica y lúcida, el escritor y una amiga cercana hablarán del proyecto de Bellatin como una literatura sin palabras. No se trata de transmitir ideas sino de que la literatura exista.
Lo mismo se podría decir del cine de Castro. No se trata de ilustrar ideas sino de que la materialidad de las imágenes devele un mundo, un habla, una interacción entre quienes lo habitan. Castro filma relaciones y oraciones. La existencia lingüística es su especialidad indiscutible, de allí su búsqueda de cómo encuadrar la actividad verbal compartida. Jamás un plano-contraplano. El procedimiento de registro consiste en dejar quieta la cámara y eventualmente cambiar de plano, tal vez acercándose un poco al orador en cuestión, lo que implica un entendimiento sonoro de cómo registrar el habla.
Doble fascinación y obsesión de encuadre: los sonidos que emite la boca y los gestos del rostro deben ser combinados en un registro orgánico preciso. ¿Cómo filmar la conversación? ¿Cómo mirar lo que define la cualidad singular de nuestra especie? Pero también: ¿cómo encuadrar lo que se retiene, se escapa y eventualmente se olvida o permanece ausente? Bellatin dice no acordarse de su obra, y no se reconoce en lo que alguna vez escribió. Cuando su hija le cuente sobre un extraño diagnóstico de su osteópata sobre un dolor muscular vinculado a un no movimiento, es decir, una dolencia que no responde a la lógica de un desgarro o un tirón típicos de la vida de un bailarín, pues lo que ocasiona malestar es la ausencia de un movimiento corporal, Bellatin mostrará asombro y se reconocerá en esa idea.
En efecto, en esas paradojas se inscribe su literatura; y quizás también el formalismo amable de Castro. A menudo, por afán de seguir un método al pie de la letra, los personajes quedan en fuera de campo, ausentes, o quizás a medio camino. Otro director lo corregiría, pero Castro prefiere una inesperada asimetría. Tal vez es así porque el cineasta intuye que una cámara no funciona como un arpón con el que se debe cazar sin piedad lo real en su acontecer. La imperfección permitida es un resguardo, una concesión y un reconocimiento ante el devenir de los acontecimientos, que no son del todo filmables. Algo queda afuera, siempre.
Castro, que filma, edita, ilumina, registra el sonido y escribe su película completamente solo, revivifica y radicaliza la vieja idea de cine de autor. No se trata de un viaje narcisista, sino de una aventura técnica en la que se descubre inesperadamente una estética. Su película es la verificación de una hipótesis de trabajo, después de una larga investigación sobre la naturaleza del sonido directo y la luz natural, en un estadio del cine cuya mutación digital todavía es novedosa, extraña y sospechosa. En primera instancia, Castro sugiere cómo la digitalización del cine implica una nueva concepción del autor.
Pero la gran provocación de Castro no consiste solamente en impugnar ciertas supersticiones sobre las condiciones de producción, casi siempre el eco de una fantasía insólita en donde cine e industria son connaturales. Su austeridad ostensible es compatible con resultados visuales y sonoros que pueden despertar cierta envidia entre sus colegas. La provocación de Castro es negarse a una superstición mayor y mayúscula, que excede el orden cinematográfico: que todos los instantes de nuestras vidas siguen un orden secreto y una dirección, es decir, que nuestras vidas funcionan como un relato, un guión inconsciente que seguimos e interpretamos.
Trastocar este artículo de fe entre los mortales puede resultar muy caro. De ahí el fastidio que ocasiona entre muchos espectadores, porque narrar es un modo de lidiar con el sinsentido, una conjura del mero paso de la existencia. Cuando un cineasta se convierte en un desertor pone en tela de juicio una metafísica que salvaguarda la cotidianidad. Lo extraño es que Castro, sin embargo, halla belleza y ternura en los actos cotidianos. Son 72 planos en donde la vida crece porque sí, pues el capricho de la materia y sus formas alcanza para escribir, desear y reír.