Paso en falso en la obra de Clint Eastwood
Un partido jugado en blanco y negro
Varias líneas identificativas del universo Eastwood vuelven a manifestarse ahora en Invictus, su realización más reciente, dominada por la figura de Nelson Mandela. Pero no por ello esas marcas de autor la hacen necesariamente una película lograda.
En principio por su adscripción a un modo de relato clásico, el cine de Clint Eastwood más de una vez ha sido asociado a la obra de John Ford. Pero más allá de esa filiación de orden formal hay un tema esencialmente fordiano que también suele aparecer en algunos films de Eastwood: la dificultad de constituir una comunidad. En Ford, ese núcleo reaparece una y otra vez no sólo en sus clásicos westerns, sino también sus films denominados “sociales” (Viñas de ira, ¡Qué verde era mi valle!) y “políticos” (El joven Lincoln, El último hurrah). Por el lado de Eastwood, no hace falta retrotraerse demasiado: su película inmediatamente anterior, la estupenda Gran Torino, se permitía trabajar sobre el problema de la comunidad a partir de otros tópicos muy presentes en su filmografía: la construcción de la figura del héroe y la reflexión sobre el motivo de la venganza. Todas estas líneas tan identificativas del universo Eastwood vuelven a manifestarse ahora en Invictus, su película más reciente, dominada por la figura de Nelson Mandela. Pero no por ello esas marcas de autor la hacen necesariamente una obra lograda.
Basado en el libro de investigación Playing the Enemy: Nelson Mandela and the Game that Made a Nation, del periodista John Carlin, Invictus toma como punto de partida el 11 de febrero de 1990, el día de la liberación de Mandela después de más de un cuarto de siglo de vida como preso político. La caravana de autos que lleva a Mandela muestra a un lado de la ruta un sofisticado campo de deportes sólo para blancos, donde un grupo de muchachos rubios practican rugby, mientras que del otro hay un potrero polvoriento en el que una multitud de chicos negros están jugando desordenadamente al fútbol. Esos dos campos antagónicos –que conviven en un único plano sin cortes y cuya diagonal atraviesa quien será el personaje protagónico– serán los que Mandela se ocupará de convertir en una misma, indivisa nación.
Quizás ese comienzo tan visual y tan sintético sea la única idea verdaderamente cinematográfica de una película por lo demás declamatoria, en la que cada escena parece estar allí no tanto en función de los personajes y sus encrucijadas –personales, históricas– sino más bien para explicarle al espectador aquello que de por sí es obvio: que el deporte es pasible de ser utilizado políticamente y que, en manos de un estadista como fue Nelson Mandela, puede llegar a aglutinar detrás de un equipo nacional aun a los enemigos más enconados.
El Mandela que compone Morgan Freeman (de un notable parecido físico con el original) es consciente de que el rugby en general y los Springboks en particular representan para la mayoría negra el símbolo de la opresión blanca. El mismo lo vivió en carne propia durante sus largos años de prisión en Robben Island, cuando anhelaba que el equipo de sus carceleros perdiera ante cualquier otro combinado nacional. Pero una vez en el poder, Mandela comprende que el asunto es bastante más complejo y percibe aquello que sus asesores y sus viejos compañeros de lucha no ven: que esa minoría blanca todavía controla resortes básicos del país (empezando por la economía y las fuerzas de seguridad) y que no la quiere de enemiga sino de aliada. Esa astucia política, sin embargo, queda diluida en el film a favor de un costado más idealista del personaje: se trata de sobreponerse al impulso de la venganza para hacer triunfar en cambio el espíritu del perdón y la reconciliación.
En ese camino, el Mandela de Eastwood busca como cómplice a François Pienaar (Matt Damon), capitán de los Springboks, hijo de una familia blanca acomodada y racista (pero no demasiado, por las dudas). Y lo gana para su causa sin necesidad de explicarle su estrategia, sino más bien llegando a su corazón con la llaneza de su trato, una buena taza de té y una copia de un viejo poema victoriano (el “Invictus” del título, de William Ernest Henley) que lo ayudó en su celda a sobreponerse a la adversidad y las humillaciones.
Que el clímax de la película dependa de un partido de rugby del que se sabe de antemano el final (después de todo es un hecho histórico que los Springboks ganaron milagrosamente la Copa del Mundo frente a los supuestamente imbatibles All Blacks de Nueva Zelanda) no ayuda a que la película gane en intensidad y crescendo dramático. Pero ése sería quizás un problema menor si no estuviera además amplificado por un guión enfático y reiterativo y por una puesta en escena chata y sin garra, que deja aún más al desnudo ciertos maniqueísmos, como la improbable camaradería entre los guardaespaldas negros y blancos de Mandela o la escena en la que unos hoscos policías afrikaaners terminan abrazados a un chico negro al que unos minutos antes habían tratado literalmente a las patadas.
Con buena voluntad, podría pensarse que Invictus no sólo se refiere a Mandela, sino que también pretende conectarse con la nueva era Obama. Al fin y al cabo, Estados Unidos tiene ahora su primer presidente negro, como en su momento Sudáfrica lo tuvo a Mandela. Y no cuesta nada ver a Obama cuando en la película se lo ve a Mandela enfrentado al titular del diario que dice: “Probó que puede ganar una elección; pero ¿podrá gobernar un país?”. Sin embargo, la gran limitación de la película estriba en la imposibilidad de abrirse a lecturas más amplias por su mismo esquematismo dramático.
Alguien podrá defender a Invictus señalando que –una vez más, a la manera fordiana– Eastwood no cuenta necesariamente los hechos, sino que privilegia la leyenda. Pero lo que molesta de Invictus no es en todo caso esa leyenda sino el carácter hagiográfico con el que retrata a un personaje sin duda mucho más complejo de lo que se ve en la pantalla y el simplismo con el que da por cerrada una realidad que sigue abierta y, en muchos casos, todavía ardiente.