Este film que toma la figura del líder Nelson Mandela tras su liberación carcelaria en 1990 con una Sudáfrica dividida por los rencores raciales y la brecha socioeconómica, resulta una interesante aproximación al personaje que logró cimentar, con su llegada al poder, un arduo camino de reconciliación política con sus principales enemigos. No será seguramente tomado en cuenta como uno de los mejores exponentes en la carrera cinematográfica del gran Clint Eastwood, pero eso no significa el desmerecimiento por parte del gran público y mucho menos de quienes se consideren habituales seguidores del realizador estadounidense. Sin embargo, más allá de su intacta capacidad narrativa y de tener como eje a una novela, no deja de llamar la atención ciertas concesiones para una historia atravesada por diferentes niveles de complejidad, en donde entran en juego la idea de la redención y la autosuperación cuando la voluntad es inquebrantable, testimonio viviente -si los hay- del estadista muy bien caracterizado desde lo corporal por Morgan Freeman. Por otra parte, si en Gran Torino la reflexión se concentraba en la venganza y el sacrificio aquí encuentra su revés a partir de la construcción del perdón y la reafirmación de la identidad, por sobre todas las cosas. De ahí, el llamativo recurso histórico de tomar como pretexto las instancias de la copa mundial de rugby (muy bien filmadas por el cineasta al punto de transmitir la sensación de estar allí), representada por una minoría blanca y racista que privilegió el orgullo de no ser humillados por encima de las sustanciales diferencias de orden político, gracias a la gran capacidad y entrega de una de las personalidades más trascendentes de los últimos 50 años…