Invictus

Crítica de Roger Koza - La Voz del Interior

El gurú de la benevolencia

El plano general de apertura de Invictus sintetiza un problema político y es una introducción al nudo narrativo: un grupo de hombres caucásicos juegan al rugby en un terreno cercado. La cámara flota sobre el campo y en un paneo de derecha a izquierda cruza la calle y revela otro partido. Allí están los negros, los que vienen soportando el apartheid desde 1948, y a los que les gusta el fútbol. Es la presentación de una sociedad escindida. Y todo quedará discursivamente explícito, pues por esa calle pasará el recién liberado Nelson Mandela, líder de la CNA, tras 27 años de cárcel. Es una fecha histórica: 11 de febrero de 1990, el comienzo de una política.

Cuatro años más tarde, Mandela es el nuevo presidente de Sudáfrica. Es la esperanza de una mayoría empobrecida, y un terrorista devenido en mandatario para los afrikáners, minoría blanca que establece las leyes, domina la economía y administra las fuerzas del orden. “Ganó la elección. ¿Podrá gobernar”, titula un matutino, y ante la molestia del guardaespaldas de Mandela, quien lo acompaña a caminar todas las madrugadas, “Madiba” responde: “Es una pregunta legítima”. Es su primer día de gobierno.

¿Cómo gobernar una nación fragmentada, esencialmente antagónica y signada por un racismo extremo? Según Invictus, apostando a uno de los fenómenos paradigmáticos de nuestro tiempo: la identificación primitiva y mítica de una multitud con una gesta deportiva, un procedimiento mágico por el cual quienes están enfrentados conjuran sus diferencias en favor de un objetivo mayor. Aquí, ganar el mundial de rugby de 1995, organizado por Sudáfrica. Una tarea hercúlea, no solamente por el dudoso nivel de los Springbok, el equipo nacional capitaneado por Pienaar, sino por el odio popular a este deporte “de rufianes, jugado por caballeros”.

En esta manipulación benevolente y legítima estrategia de poder, Mandela diseña una pedagogía: democratizar el rugby, llevarlo a los suburbios y las aldeas, desligarlo de la supremacía blanca y unir a 42 millones en una pasión colectiva. La utopía depende de un campeonato, e Invictus desarrolla todo su relato en torno a la consagración deportiva como metáfora explícita de un deseo mayor: la reconciliación de una sociedad consigo misma. Una táctica elemental, si se quiere, pero efectiva, no siempre al servicio de la democracia, como en este caso (¿acaso los goles de Kempes y Bertoni no constituía la ilusión de 25 millones de almas unidas por un seleccionado, un modo siniestro de minimizar y anestesiar la dolorosa división de un país aterrorizado?).

Políticamente reduccionista y narrativamente clásica, Invictus es una nueva meditación de Eastwood sobre la violencia, aquí bajo el signo de su disolución a través de un cántico supuestamente universal que propone dejar el pasado en el pasado en función de poder diseñar un nuevo futuro, en donde el perdón y la no violencia gandiana constituyen virtudes públicas. Se trata, efectivamente, de una sociología cándida que desconoce o desestima el conflicto social. En ese sentido, Eastwood elige despolitizar para poder catequizar. Aquí, Mandela es un avatar de Gandhi, más un sabio que un estadista, más un gurú en la casa de gobierno que un hombre de lucha, que, si bien abrazó la no violencia, no desestimó, de ser necesario, la lucha armada. Así, las pocas escenas que transmiten malestar y disidencia se resuelven con celeridad y ligereza: la votación contra los Springboks y el color de su camiseta en un mitin de la CNA, el rol de la tercera esposa del mandatario, y el conveniente fuera de campo de un personaje central de este momento histórico: Frederik de Klerk, a quien Mandela relevó y que fue su vicepresidente. El máximo riesgo político pasa por la relación entre guardaespaldas blancos y negros, un vínculo de tensión constante durante todo el metraje, y donde Eastwood, acertadamente, mantiene la sobriedad y la cautela: tras la victoria, no hay abrazo, sino un mero apretón de manos. La reconciliación no es instantánea, necesita tiempo y trabajo, sugieren esos pasajes.

Invictus carece de la complejidad y del humanismo refinado del díptico Cartas de Iwo Jiwa y La conquista del honor, y de la poética libertaria de Gran Torino. Es un filme de Eastwood, sin duda, pues cuando Invictus se transforma en un filme deportivo, la masculinidad y el liderazgo surgen como temas secundarios, aunque aquí la novedad consiste en sustituir su propensión a retratar héroes solitarios por una indagación, que no es exhaustiva, del heroísmo colectivo. En última instancia, el héroe de Invictus es un equipo, una nación.

Eastwood, como buen cineasta clásico que es, hace invisible su estilo, aunque en esta oportunidad musicaliza más de la cuenta y apuesta al riesgo formal cuando posiciona su cámara dentro del campo de juego como si se tratara de un jugador óptico. Los scrown adquieren una visibilidad inusitada y los cuerpos de los jugadores en movimiento son objetos de escrutinio; así, los ralentís profundizan el suspenso del partido y particularizan las exigencias físicas de los “combatientes”. Que los contrincantes en el partido final sean los All Blacks es una ironía azarosa, como una moraleja; después de todo, la historia de Nueva Zelanda no es precisamente un prodigio de tolerancia racial, y son “todos negros”.

Basada en el libro de John Carlin, Playing the Enemy, Invictus es más didáctica como introducción a un deporte que como lección política e histórica. El plano final, en el que los viejos “esclavos” juegan al rugby, un correlato del plano que inaugura la película, es más una expresión de deseo que una postal de Sudáfrica 2010. La injusticia social, el sectarismo, la desigualdad en todos los órdenes y la precariedad material del país de Mandela exceden la ilusión contingente y transitoria de percibir fraternidad cuando todavía la libertad y la igualdad son aspiraciones y posibles conquistas en un horizonte lejano.