Como quien hojea la National Geographic, a cierto público europeo de buen pasar le gusta enterarse de cómo se vive en esos países lejanos desde los cuales a veces llegan inmigrantes. Pero más le gusta que la salida al cine sea parte de una velada amable, que no se muestren demasiados conflictos graves ni vidas miserables. Que se traten temas universales con los cuales identificarse y no esas costumbres extrañas que suelen verse en películas de Extremo Oriente, donde se habla tan poco y se expresa menos. Que la película no corte la digestión post cena, que sea parte del fin de semana. Para esa clase de público existe lo que podría llamarse “el crowd pleaser periférico”, entendiendo por crowd pleaser la clase de películas hechas para agradar. Películas provenientes de Brasil, México, Israel, Arabia Saudita, Irán, eventualmente alguna japonesa o coreana que sea más amable que el resto. Producción palestina filmada en la ciudad israelí de Nazaret, Invitación de boda es esa clase de película.
En el centro de esta película ganadora del premio mayor en la última edición del Festival de Mar del Plata y propuesta para el Oscar 2017 al Mejor Film Extranjero, una de las instancias más universales que puedan imaginarse: una boda. Alrededor de una boda va a haber dos familias o al menos una, como sucede en este caso. La familia: hete allí un núcleo en el que cualquiera puede proyectar la suya propia. Dentro de esa familia, un padre y un hijo, relación arquetípica si las hay. Relación de poder, de rivalidad tribal, que a la vez permite hablar de la supervivencia o no de ciertas tradiciones comunitarias. Todo ello en el marco de uno de los conflictos políticos regionales más populares en el mundo entero: el que hace que los palestinos, sin nación propia, se vean obligados a vivir en el territorio ocupado por la nación opresora. A partir de estas líneas se ordena el guión escrito por la realizadora palestina Annemarie Jacir, seguramente aceptado y muy posiblemente modelado por alguna de las fundaciones internacionales que, solventadas con capitales de los países centrales, se ocupan de permitir que el público francés, alemán, italiano o español que suele ir al cine sacie su espasmódica voluntad de internacionalismo cinematográfico.
Más que la boda en sí, la excusa argumental de Wajib, tal el título original, son las más de cuatrocientas invitaciones que siguiendo la tradición dos miembros de la familia de la novia deben librar en mano a parientes, amigos y vecinos. El sesentón Abu Shadi y su hijo treintañero Shadi se encargarán del trámite. Shadi, que vive en Italia desde hace cierto tiempo, volvió a Nazaret para el casamiento de su hermana Amal. Profesor secundario de lo más paternalista, prejuicioso y tradicional, a Abu Shadi no le gusta la novia que su hijo tiene en Italia, e intentará convencerlo de que tome a cambio alguna prima soltera (Shadi tiene una magnífica, en verdad) o hija de amigos. Shadi, arquitecto de nivel cultural mayor que el de su medio, no está dispuesto a hacerle el menor caso a su padre.
Entre el padre que sigue viendo a los homosexuales como objetos de burla, lo mismo que la camisa floreada y la colita en el cabello que luce el hijo, y este, que se fue a Europa disgustado con la ocupación que sufren los suyos, circula una tensión latente desde el primer fotograma, que en algún momento necesariamente deberá estallar, para dar paso a la necesaria reconciliación. Lo que se conoce como narración en tres actos (introducción, desarrollo y culminación), que es la estructura narrativa tradicional del cine, es otro elemento de reconocimiento que el público de esta clase de películas solicita. Y Jacir la aplica, obviamente, al pie de la letra. Así como la reconciliación final, requisito impostergable para que esta clase de películas pueda consumar su función de soldar desgarros y cerrar heridas. En caso contrario la cena puede caer mal.
El periplo de padre e hijo está rociado de notaciones estratégicamente ubicadas para que el espectador extranjero sienta que se le está hablando de “la realidad” de Medio Oriente, como la molestia de Shadi ante la presencia de algún soldado israelí o el rechazo de la OLP por parte de Abu Shadi, y de detalles menores, como el sobre hecho a las apuradas para el conocido al que no queda más remedio que invitar, o las invitaciones corregidas a mano, también a las apuradas, para salvar un error de imprenta. Esa oscilación entre lo políticamente “duro” y el pequeño detalle que distiende es otra constante característica de esta clase de películas, representativa del doble juego entre lo “importante” del contexto y el factor entretenimiento al que se apunta. En este caso la distensión no se da a través del humor, que es el recurso más frecuente, sino simplemente de esa clase de detalles ligeramente simpáticos. Que los personajes con facetas más cuestionables, como es aquí el caso de Abu Shadi, queden en manos de actores carismáticos -aquí Mohanmad Bakri- es otra de las palancas que permiten “conectar” con el público. Debe reconocerse, eso sí, que Jacir no abusa del gag o del componente meloso, haciendo de Invitación de boda un crowd pleaser astringente. Pero crowd pleaser al fin.