Everybody Loves Robert
Segunda parte de la saga iniciada en 2007, Iron Man 2 es el vehículo perfecto para el lucimiento de ese Ave Fénix del séptimo arte que es Jon Favreau Resurgido de los vapores etílicos un lustro atrás, el actor encumbra a su Tony Stark hasta los anaqueles de cine.
En vivo y en directo desde la lejana Rusia, Ivan Vanko (Mickey Rourke, otro que volvió del más allá) escucha sin poder creerlo: “Yo soy Iron man”, confiesa Tony Stark, dueño de la fábrica de armas que fundó su padre. Pero hace cuarenta años las cosas eran distintas y el trabajo se hacía en equipo: el físico Antón Vanko colaboró y jamás recibió rédito alguno. Iván está dispuesto a recuperar el dinero, retroactivo incluido.
Creado por el historietista Stan Lee en 1963, Iron Man se caracteriza por el libre albedrío que motoriza su elección: mientras que los comportamientos de Spiderman, Daredevil, Hulk o Wolverine son consecuencia involuntaria de una habilidad extraordinaria que no sólo no eligen sino que en la mayor parte de los casos prefieren ocultar bajo la identidad falaz de un alterego, Tony Stark acepta sobre su cuerpo metálico tenga la menuda responsabilidad de salvaguardar la integridad terrestre mediante la concreción el arma más poderosa: “Privaticé la paz mundial”, dice con sorna al inicio del metraje, al tiempo que Jon Favreau empieza a imantar la pantalla con su poderosa presencia.
Heredero de un imperio armamentístico, abandonado por su padre, cultor de la exhibición por la exhibición misma, Stark es un norteamericano con alma de argentino, una versión mejorada, más culta, más perspectiva de nuestro inefable Ricardo Fort, monarca del reino hedonista que él mismo construyo a fuerza de dólares provenientes del emporio chocolatero de su padre. Ambos coinciden: el disfrute pasa menos la utilización de sus bienes que en la ostentación de los mismos. Para Stark, inmaduro, chiquilín, caprichoso, todo parece tratarse de un gran juego, un entretenimiento donde él es el único que se divierte, que amolda a placer sus límites y reglas. No por nada la primer película culminaba con la admisión de que el era Iron Man, acto que completaba un círculo que giraba en sentido opuesto pero concéntrico a sus hermanos Marvel: ellos lo niegan; él, paradigma de la vanidad y pedantería, máximo cultor del Ello freudiano, grita a quien oírlo que es un Mesías en la Tierra.
Jon Favreau, también director de la primera, fue conciente de ese background. Supo que tenía en sus manos a un auténtico bon vivant, y así lo aprehende en la pantalla. Los primeros minutos de Iron Man 2 destilan un tono lúdico y canchero que va de la mano con el magnetismo de su protagonista, donde cada plano acrecienta la atracción recíproca entre éste y la cámara. Lo mismo ocurre con el delicioso malvado que compone el eterno secundario Sam Rockwell, un reverso simétrico del protagonista al que sólo lo separa una pizca de suerte para en la coordenada tiempo-espacio indicada, y el talento para preverla.
Pero al igual que un furtivo amor de verano, la fascinación merma a medida que el acostumbramiento hace lo inverso. La obnubilación por la despampanante extroversión mengua producto de la dispersión de atención iniciática, que se dispersa en la inclusión de Nick Fury y los futuros Vengadores, quienes se apisonan en la trama más para proyectar la continuación de la saga (ya está anunciada The avangers para 2012) que por funcionalidad en el relato.
La sensación que queda es agridulce, mixtura desigual entre la certera desazón de que Iron Man 2 es apenas el jamón del medio, el mero conector entre el inicio y el ¿desenlace? de una historia, y la enorme alegría de una película tan atractiva como Tony Stark, el tío que todo quisiéramos tener.