La autoparodia del hombre de hierro
Con todos los condimentos necesarios para un superhéroe de Marvel, este Iron Man multiplica héroes, villanos y subtramas, que por momentos agregan encanto y en otros sólo confusión. Pero eso no impide disfrutar el despliegue de batallas y choques hi-tech.
Se sabe: no hay superhéroe de la Marvel que no sea débil. Para ellos, el don es la condena. Pero la debilidad de Tony Stark es más de fondo que la de sus colegas: si es un héroe, es sólo porque se enfrenta a tipos peores que él. Playboy fanfarrón, showman mediático, heredero asquerosamente rico de la más poderosa corporación armamentística del planeta (la barbita candado, la piel tirante y el peinado lo confirman como versión blindada de Ricky Fort), el peor que él de la primera parte era su segundo, que vendía armas a los terroristas afganos. En Iron Man 2, los que le posibilitan ser el bueno y no el malo de la película son un senador pusilánime y, sobre todo, un competidor que a lo único que aspira es a ser como Stark, pero peor. Ellos, y su talón de Aquiles: el generador insertado en su pecho, que le permite seguir viviendo mientras lo mata de a poco, producto de la alta toxicidad. La diferencia con su homólogo tinelliano es que de entrada nomás, Stark, saliendo del closet, dice por TV: “Sí, soy Iron Man”.
Escrita por Justin Theroux (actor de El camino de los sueños e Imperio, de David Lynch; coguionista de Una guerra de película) y dirigida nuevamente por Jon Favreau, Iron Man 2 es a la vez una superproducción y su parodia. Los códigos de la secuela la llevan a funcionar por multiplicación; los de la parodia, a comentarse sarcásticamente a sí misma. Stark (Robert Downey Jr.) no tiene un archienemigo, sino dos y hasta tres. A su secretaria le suma ahora una secretaria de la secretaria. Su ladero fiel se convierte en rival (por un rato). Las figuras paternas también se duplican, entre el padre biológico y una especie de protector que asomaba en la primera parte y ahora lo hace más decididamente. Uno de sus archienemigos es Ivan Vanko, su doble simétrico (el rostro de Mickey Rourke indica que debe estar preparándose para hacer de Genghis Khan). Si Tony es yanqui, Ivan es ruso. Si Stark es un ingeniero genial, Vanko es un físico genial. Si Stark vive bajo la sombra del padre, otro tanto sucede con Vanko, cuyo progenitor emigrado fue despedido por Stark Sr. Pero sobre todo: si Stark es Iron Man, a la muerte de Vanko Sr. Ivan se fabrica su propio traje artillado y marcha a Occidente, donde intentará cortar al otro en pedacitos.
En una película de duplicaciones, no es raro que Stark tenga un segundo doble. Se trata de Justin Hammer, dueño de la corporación rival (Sam Rockwell), que cuenta con apoyo del poder político. Carcomido por la envidia, Hammer pretende que Vanko se convierta en algo así como su director artístico. Para ello lo pone al frente de un ejército de drones, suerte de Iron Men multiplicados al infinito, con los que aspira a reemplazar a las Fuerzas Armadas de los EE. UU., convirtiéndose en Dictador Universal. Entre propulsiones a chorro, rayos repulsores, ondas magnéticas, armaduras y el tachín-tachín generado por el hierro, la maza y el martillo, la proliferación de tramas parece tan fuera de control como los drones de Hammer. Es una lástima que el personaje de Rourke quede subsumido por el hombre de apellido de martillo, ya que el escarbadientes que el actor del rostro variable chupa toda la película y los monosílabos que escupe en ruso son dos de los grandes placeres de esta segunda parte. Ni qué hablar de la secretaria-espía de Scarlet Johansson y el Nick Fury de Samuel L. Jackson, llamados a engordar la trama con desvíos que dispersan y confunden.
Si hay una escena que muestra hasta qué punto esta Iron Man funciona como parodia de sí misma es la pelea entre Stark y su fiel Rhodie. Voz de la conciencia del descontrolado ricachón, Rhodie (Don Cheadle) llega a casa de Stark y lo encuentra fiesteando, con la armadura puesta. Descuido imperdonable. Que la corte, que no la corto nada, Rhodie se va y vuelve con armadura puesta. Se trenzan de tal forma que terminan tirando la casa abajo. Una desmesura sumamente disfrutable, pero que genera el pequeño problema de que después de eso –se sospecha– no habrá escena culminante que pueda ir más allá. Y no la hay.