La película de superhéroes menos superheroica
Antes que nada y después de todo, Iron Man 3 es una nómina de confirmaciones. La primera es que Robert Downey Jr., ese Ave Fénix cinematográfico resurgido de los vapores etílicos hace casi una década, supo hacer de la egolatría irredimible (“Privaticé la paz mundial”) la entronización del Ello y un disfrute en la ostentación de los bienes antes que en su utilización digno de nuevo rico menemista, las bondades del papel de su vida. Se trata de una observación con gusto a advertencia: basta ver a Johnny Depp haciendo de Jack Sparrow en cuanta película familiar aparezca para saber que entre la interpretación lúdica y la explotación mercantilista hay un trecho ínfimo. Lo segundo, consecuencia directa de lo anterior, es quizá que ésta es la única saga de la factoría audiovisual de Marvel que amalgama con fluidez y naturalidad hiperacción digital (aquí hay a borbotones), humor (ídem), desarrollo narrativo y evolución de los personajes. Y encima lo hace poniendo la primera al servicio del segundo y éstos, a su vez, al del tercero y cuarto. La última, que esta tercera entrega es la película de superhéroes menos superheroica de la última década.
Tiene su lógica que el reemplazante de Jon Favreau, director de los dos films previos y que aquí tiene un rol secundario, sea Shane Black, el mismo que hace ocho años revitalizó a Downey Jr. con Entre besos y tiros, una buddy movie tan redonda como el formato DVD con el que se editó aquí. Conciente de ese antecedente y la ontología hedonista de Stark, Black pone la película a su servicio. Y el showman, empresario, claro, devuelve las paredes desde la primera escena, donde se lo ve desplegando todas sus cualidades de galante frente a una científica (la pecosa y consecuentemente hermosa Rebecca Hall) con la que tiene intenciones de reunirse no precisamente para discutir sobre el oficio. Pero finalmente lo hará, ya que en la soledad de la habitación ella le muestra un sofisticado sistema que permite, para decirlo a grosso modo, “meterse” en el cerebro y modificar el ADN. Por ahí también anda otro científico (Guy Pearce) con una idea supuestamente buenísima, que sin embargo no consigue que ninguno de los dos le dé bola. O al menos eso parece. Varios años después, un terrorista llamado El Mandarín (un Ben Kingsley gozoso) amenaza sin pruritos al presidente norteamericano en uno de esos videos caseros tan en boga desde el 11-S. Mientras tanto, Stark sigue como terminó Iron Man 2: retirado y viviendo con Pepper Potts (Gwyneth Paltrow), su ex secretaria y actual mandamás del emporio armamentístico.
El lector ya podrá suponer que todo lo anterior confluirá más temprano que tarde, obligando al hombre del generador azulado en el pecho a poner manos a la obra. Esto dicho literalmente, ya que él es aquí un híbrido entre la praxis de un McGyver hi tech asistido por un nene de diez años y la sagacidad mental de un Jason Bourne más jodón y con menos pesadumbre. Queda claro, entonces, que la idea de Black es amplificar la tonalidad del hombre metálico mediante la construcción de una película hecha a su imagen y semejanza. Esto es, con la parodia como norma. La decisión tiene su lógica. Al fin y al cabo, el mismísimo Stark deja aquí de lado los traumas paternos y la certidumbre de la finitud subyacentes en las entregas previas para volcarse a un sarcasmo propio de quien ya está de vuelta. Tanto así que el asunto parece erigirse como una contraofensiva a la gravedad habitual de aquellos superhéroes cuyos comportamientos son consecuencia de una habilidad tan extraordinaria como involuntaria e indeseada (léase Spiderman, Hulk, Daredevil, Wolverine, etcétera), con Stark tomándose todo como un gran juego cuyos límites son las reglas impuestas por la tiranía de su voluntad.