Shane Black es uno de los mejores escritores de cine de acción y, también, un muy –muy– buen director aunque su carrera solo conste de un título, el bello (y solo estrenado en video en la Argentina, así anda el mundo) “Kiss Kiss-Bang Bang”. Ese film describía cómo se narra una película y rompía todo molde. “Iron Man 3” es eso, también: una vuelta de tuerca sobre el género de los superhéroes. Aquí se trata de un ataque directo hacia Iron Man y hacia lo que significa, y se pone en cuestión la ontología del héroe. ¿Qué es lo que vale en el personaje, la armadura o la persona que la usa? Ese dilema, que atraviesa todo el film, implica trabajar también sobre qué lleva a Tony Stark a hacer lo que hace.
Robert Downey Jr. es, qué duda cabe, un actor extraordinario y también un enorme comediante. Eso le permite al mismo tiempo mostrarnos el dolor del conflicto de Stark y tomar la distancia suficiente para que nos contagie el goce del vértigo. De allí que las extraordinarias y creativas (cuando ya parece todo inventado: he aquí el arte del director) secuencias de acción adquieren una fuerza y contagian un entusiasmo que no siempre se ve en estas películas. Por otro lado, la aventura real está armada según un modelo clásico, transparente, siempre interesante. Es imposible que no nos entusiasmemos con Iron Man, con su amor por Pepper, con su amistad, con su deseo de romper todo, con su inteligencia. A puro efecto especial, el film supera a sus antecesores (por lo demás muy buenos) en su peso humano y su complementario vértigo artificial.