Consecuente con su particular universo artístico, Matías Piñeiro continúa la saga cinematográfica “Las Shakespeareadas” con una nueva entrega inspirada esta vez en Medida por medida, una de las obras más difíciles de catalogar del célebre poeta, dramaturgo y actor inglés. La protagonista de esa pieza clásica, que tiene a la lealtad como uno de sus asuntos claves, es Isabella, mujer angustiada por la sentencia a muerte de su hermano Claudio, obligada por las circunstancias a tomar una postura incómoda. Y el personaje que encarna María Villar en este film que ya fue exhibido en Nueva York, Gijón, Viena y la Competencia Internacional del 35° Festival de Mar del Plata, donde obtuvo los premios a Mejor Director y a Mejor Actriz (para Villar), es Mariel, una actriz que intenta conseguir el papel protagónico en una versión porteña de la obra y por casualidad se encuentra durante su proceso de preparación con Luciana (Agustina Muñoz), antigua compañera de teatro con la que mantiene una relación ambigua: ¿es su cómplice o una enemiga velada?
Igual que Medida por medida, el nuevo largometraje de Piñeiro -un director argentino inquieto, imaginativo y muy valorado en el circuito de festivales internacionales que últimamente ha establecido bases de operaciones en los Estados Unidos y Portugal, pero sin desconectarse nunca de su país- se resiste a las clasificaciones: tiene el tono de una comedia ligera, pero también da cuenta del inestable día a día de los que se dedican a la actuación. Funciona muy bien como pequeño relato de cámara cuando se desarrolla en interiores y desborda de belleza cuando se apoya en el hermoso paisaje de la provincia de Córdoba.
En el delicado juego de pares antagónicos que propone la película -debilidad/fortaleza, luz/oscuridad, decisión/indecisión, frustración/consumación- está cifrado su espíritu: un equilibrio sostenido por opuestos, un mecanismo especular en el que los dilemas morales de las protagonistas se reflejan en los que pueblan el argumento ideado hace siglos por Shakespeare. El contraste entre el bullicio anárquico de la ciudad y la pasmosa paz de un entorno bucólico también acentúa esa inclinación por las dualidades que revela la narrativa de Isabella, que tiene además un complemento decisivo en su vigorosa aventura formal: la utilización de los colores como un significante potente y sugestivo.
Piñeiro es plenamente consciente de que la imagen es el concepto primordial del cine y lo asume siempre con rigor e inventiva. En el extenso sistema de ecos y resonancias que su obra ha establecido con las comedias de Shakespeare, sigue refinando su discurso y agregándole capas: ahora, el amor entendido como amenaza de opresión, el uso discrecional del poder en los ámbitos regulados por jerarquías (incluso cuando se trata de contextos teóricamente más “relajados” como el artístico) y el acecho de la incertidumbre, un principio que parece regir la deriva de sus personajes, simbolizada en ése púrpura que domina la paleta de Isabella. Un color que se resiste a la definición precisa y categórica, que admite matices e interpretaciones y que no por casualidad ha teñido oportunamente al cine de Piñeiro.