El cine de Matías Piñeiro era un cine del espacio. Sus películas estaban hechas de escenas con personas en constante movimiento a las que la cámara seguía casi siempre con una una gracia prodigiosa que se sumaba a la de los intérpretes, en especial de las actrices, columna vertebral del elegante cuerpo piñeireano. La excusa que propiciaba esos bailes disimulados podía ser la lectura y discusión de textos de los founding fathers argentinos, de obras de Shakespeare, o la existencia de algún plan o traición en progreso que enfrentaba a los protagonistas y los empujaba a la sospecha y a la gestión de complots discretos, además de a las escaramuzas románticas de ocasión. En los últimos años algo de esa estructura fue mutando y la película que sintetiza el cambio es Isabella, que ya no hace un cine del espacio sino que narra un nudo de historias a través del tiempo.
Mariel (María Villar), aspirante a actriz, su hermano ausente y la amante de él se cruzan o separan en distintos momentos, se distancian, acercan o reconcilian. El relato complica las cosas a voluntad: de una escena en el presente se pasa a una que sucede en distintos momentos del pasado o del futuro, muchas veces sin explicación. Las situaciones, sin embargo, resuenan unas en otras, y la historia se vuelve una suerte de rompecabezas que invita a ser reconstruido. El teatro y la actuación siguen siendo los universos de referencia, pero esta vez aparecen vistos desde un lugar ligeramente distinto a las películas anteriores: el ánimo es menos lúdico que dramático. El tono se transfiere a la mayoría de las escenas: ya no estamos en una de sus comedias luminosas sino en un territorio desconocido, ligeramente agreste, en el que cuesta un poco más moverse, un poco como le pasa a Mariel cuando sigue con dificultad a Luciana (Agustina Muñoz) en sus excursiones a la naturaleza. Seguimos dentro del ciclo de las shakesperadas, pero el clima, la tonalidad, es otra, como se encarga de recordarlo la película a través del uso del violeta y sus declinaciones cromáticas.
Ese giro, de todas formas, no ciega al cine del director a los placeres de la observación y la palabra que fueron la cifra de su cine. La superposición de fragmentos de historia y tiempo deja la libertad suficiente para explorar el pulso de la historia más allá de su cronología, como se ve en los planos en los que se muestra a Muñoz caminando apurada por las calles de Córdoba, eludiendo peatones y apurando o reduciendo la marcha según lo exija el tránsito urbano. No hay utilidad narrativa en esos momentos, ignoramos el destino o las razones del personaje, solo queda el placer de filmar a una chica que camina rápido por la ciudad.
Hablar de un cine del tiempo es también decir montaje. Las escenas que mejor recordamos de las películas de Matías Piñeiro son casi siempre largas, o que por lo menos hacen sentir su duración, en las que vemos transformarse a los personajes o a los vínculos que mantienen, u observamos cómo una obra de teatro se desenvuelve, avanza o retrocede y, a veces, recomienza. Pero Isabella, como si el director se impusiera una prueba de habilidad, está obligada a trabajar necesariamente alrededor del corte. El resultado es un objeto cinematográfico nuevo que trata de sostener la ludicidad que las películas anteriores explotaban dentro del plano. El juego ahora hay que buscarlo menos al interior de las escenas y más los emparejamientos de tiempos, en las conexiones narrativas que permiten los diferentes usos de una piedra, o en los vasos que comunican un drama personal con un texto escrito hace siglos. El poder cambia de manos: la cámara de Fernando Lockett debe aprender a moverse dentro de los límites impuestos por el director, mucho más estrictos que en el pasado.
La dispersión narrativa se acomoda a medida que la película avanza. Los hechos y los objetos que alguna vez estuvieron recubiertos de algún misterio explicitan ahora su rol en la trama. Se insinúa un juego de inversiones acerca de la actuación y la vida, el cine y el teatro. Una audición hostil adquiere la forma de un confesionario, un conflicto familiar provee la anécdota de un monólogo sobre hermanos y la actuación del monólogo ofrece una clave de sentido biográfica. El abandono de la interpretación como profesión lleva al teatro por otros caminos como la escritura de una obra o la gestión de un teatro propio. La amalgama de estos dislocamientos la proporcionan, como siempre, María Villar y Agustina Muñoz, planetas alrededor de los cuales orbitan Pablo Sigal, Julia Martínez Rubio o Gabi Saidón, que conforman esta nueva versión del sistema solar de Matías Piñeiro, del que podríamos decir perfectamente que es un director de actores si no lo fuera también de tantas otras cosas.