Vidas atravesadas por el teatro. El teatro –con su bagaje de juego y simulaciones–, la dificultad de definir una vocación, los chispazos de los vínculos familiares, el acogedor paisaje cordobés: si estos elementos relacionan el último largometraje de Matías Piñeiro (Todos mienten, Viola, Hermia y Helena) y el debut como director del montajista y productor Martín Sappia, ambos son, a su vez, bien diferentes.
Con Isabella (parte de la Competencia Internacional del 35º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata), Piñeiro vuelve a armar un delicado tablero de cruces y enredos entre personajes interesados en repetir o representar textos de grandes autores. Aquí se trata de Medida por medida, de Shakespeare, la pieza teatral que dos amigas y el hermano de una de ellas intentan desentrañar, entre ensayos, idas y vueltas. Esto último es casi literal, ya que las jóvenes suelen conversar andando por soleados parajes cordobeses (incluso acarreando un cochecito con un bebé, de cuyo padre nada llega a saberse), y porque narrativamente Isabella toma forma a partir de un astuto engranaje, con la ficción teatral confundiéndose ocasionalmente con los sentimientos de los personajes.
La belleza parece ser el eje: en las palabras, en la bifurcación de los tiempos, en imágenes que siempre se ofrecen serenas, radiantes, encantadoras. Sin dudas, el trabajo de fotografía de Fernando Lockett ayuda a que la manipulación de piedras y papeles de colores, planos como los de pies descalzos bajo el agua cristalina de un arroyo cordobés, los fragmentos de un film portugués (que pudo haber sido cierto o soñado) y los preparativos de los fulgurantes decorados para una función teatral, conformen un conjunto visualmente cautivante. Y aunque algunos diálogos sean expresados con esa mecanicidad habitual en el cine de Piñeiro, María Villar, Agostina Muñoz y Pablo Sigal saben restarle solemnidad, imponiendo su fresca presencia. Un flanco débil de este juego de espejos es que el artificio termina excluyendo posibles acercamientos a la realidad: Mariel (Villar) dice dedicarse a cuidar chicos y escribir para una página “sobre temas generales” y necesita pedirle dinero a su hermano aduciendo “Tengo que organizarme, no tengo suerte”. Atribuir problemas económicos a la falta de organización o de suerte resulta insatisfactorio en un film argentino actual, objeción que no podría hacérsele, por ejemplo, a La vendedora de fósforos (2017), de Alejo Moguillansky.
Mucho más melancólico es Un cuerpo estalló en mil pedazos (que integra la Competencia Argentina en el mismo festival), documental que sale tras las huellas del artista y arquitecto cordobés Jorge Bonino de manera singular: no hay fotos ni imágenes documentales del mismo hasta que asoman algunas en el desenlace, quienes lo conocieron dan su testimonio sin aparecer ante la cámara (sólo se escuchan sus voces en off), se acompaña el periplo de Bonino sin limitarse a ilustrar lo que se cuenta.
Ya desde su movilizador comienzo –con un largo travelling mientras se arroja el duro dato de cómo Bonino terminó sus días–, se advierte el cuidado de Martín Sappia para abordar los matices de una vida compleja. La acariciante voz en off de Eugenia Almeida va contándonos hechos, dudas, anécdotas: “Dicen” repite una y otra vez, provocando la sensación de estar contándonos una historia, leyendo en ciertas ocasiones textos escritos por el propio Bonino (en notas que se escuchan mientras se ve un plano dentro de otro, o también en cartas enviadas a amigos). Sin abandonar nunca el blanco y negro, Un cuerpo estalló en mil pedazos recorre fulgores y angustias de este “Jacques Tati argentino”, como alguien lo define. Cuando no hay certezas sobre un incidente reúne las distintas versiones sin darle un cierre al enigma, como su repentina zambullida en el río Sena.
Tal vez haya cierto exceso de palabras o de duración, y se desestime alguna referencia valiosa (su fugaz actuación en Piedra libre, de Torre Nilsson, brindó uno de los sacerdotes más desvariados que se han visto en el cine argentino, más allá de lo que debió decir en esas breves escenas), pero el honesto trabajo de Sappia tiene méritos de sobra, uno de los cuales es su perspicacia para vincular la información con diversas imágenes y sonidos. Como cuando se nos cuenta de sus dubitativos pasos al volver a Córdoba mostrando a chicos entrando y saliendo de las aulas de una escuela, o cuando se oyen vidrios rotos mientras comienzan a asaltarlo problemas psiquiátricos.