Si algo aprendimos de Wes Anderson es que la maravilla se siente más cómoda y respira mejor en un envase pequeño y simétrico que en cualquier otro escenario posible. Su mundo ideal sería una casa de muñecas o la maqueta de un teatro que se moviera al ritmo de ese arte de la paciencia que es la animación mediante la técnica del stop motion (imágenes fijas sucesivas).
Cada más estilizado y cada vez más detallista, el director de El gran Hotel Budapest ha transformado a sus creaciones en uno de los últimos refugios del sueño y la melancolía en el cine del siglo 21.
En el caso de Isla de perros, que acaba de estrenarse en la Argentina, habría que inventar una nueva calificación: no apta para sensibilidades mayores de 16 años (y no sólo porque se trata de un largometraje de animación). Hay un público, una comunidad imaginaria, a la que sin dudas se dirige esta película, aunque no es al niño interior que supuestamente todos llevamos dentro, sino al niño anacrónico, al niño desubicado, al niño que nunca fuimos pero que pudimos ser con un poco más de lógica y de tenacidad.
El argumento se resume en una línea: las peripecias de un chico que busca a su perro en un isla colmada de basura. El escenario es un Japón futuro y alternativo donde impera un régimen que decidió expulsar a todos los perros del territorio y recluirlos en esa isla debido a una epidemia de gripe que puede afectar a la población.
Si bien la intriga política (o la teoría de la conspiración, como la llaman los propios protagonista) ocupa buena parte de la historia, no deja de ser un elemento funcional a la trama, que no tiene peso por sí mismo, aun cuando los gestos y las acciones de dictador remitan a ciertos líderes populistas actuales.
Esa distopía fantástica es la excusa perfecta para mostrar un mundo en el que los perros son los protagonistas casi exclusivos y retratarlos con tanta empatía, gracia y ternura que resulta imposible no llegar a la conclusión de que son más dignos que cualquier ser humano de tener un alma.
Pero lo más fascinante de la película es la infinita sensibilidad plástica concentrada en cada imagen, verdaderas miniaturas que remiten a viñetas de cómics, a carteles de propagada, a pinturas naifs, a láminas japonesas y a decenas de otras tradiciones visuales de Oriente y Occidente. Todo eso unido por constantes peripecias en las que imperan el sentido del movimiento y los vehículos que lo hacen posible: aviones, funiculares, barcos, trenes (máquinas que pertenecen más al ámbito de las ensoñaciones que al de la mecánica).
Las conocidas pasiones y manías del director norteamericano alcanzan aquí un punto de máxima condensación y a la vez se despliegan en un abanico de imágenes inolvidables que hacen de Isla de perros una experiencia única.