El cine como aventura
La fascinación que ejerce Wes Anderson en cada una de sus películas es, casi podríamos asegurar, inmediata. Como si fuera poco probable o incluso imposible prescindir de su encanto. No hace falta más que relevar el tipo de adjetivación que cada nueva propuesta del director norteamericano suscita en el espectador, en la crítica, en todos. El deslumbramiento: la reacción pareciera ser unánime e inevitable. En todo caso, el cine de Anderson evidencia, en primer lugar y antes que nada, una certeza difícil de contradecir: contar una historia es una aventura y el fundamento de su eficacia reside en el trabajo obsesivo en la puesta en escena. Una preocupación elocuente sobre la forma cinematográfica. Si detrás de una obsesión siempre es posible reconocer una idea, lo que hace el cineasta podría ser definido a partir de la siguiente: la narración de una historia es, fundamentalmente, una aventura formal. Como un artesano que interviene sobre el material específico de su práctica y que no persigue otra cosa que la forma más apropiada –o más conveniente– para su relato. Anderson es un cineasta notable por ese motivo, justamente por la idea que (pre) anuncia su tan aludida obsesión.
Isla de perros (2018), su última película, en donde incursiona por segunda vez en la animación en stop motion (Fantastic Mr. Fox, en 2009, fue su antecedente), funciona como paradigma perfecto de su laborioso quehacer como director, aun cuando puedan marcarse pequeñas diferencias. El film presenta una historia distópica que sucede en Japón, veinte años en el futuro. Esta vez los protagonistas, como señala el título, son perros. “¿Qué pasó con el mejor amigo del hombre?”, se pregunta uno de ellos en el prólogo del film. Su pasado es sombrío: durante mucho tiempo han sido perseguidos por la dinastía Kobayashi, eternos dueños de la tierra y –peor aún– amantes de los gatos. Han sufrido sucesivas masacres, no obstante han podido sobrevivir y hasta se han multiplicando. Y sin embargo, en una nueva instancia de padecimiento, sufren un brote de gripe y Kobayashi (con la voz de Ken Watanabe), el alcalde de la ciudad ficticia de Megazaki, los expulsa a una isla de basura. La población, desesperada, traiciona a sus mascotas y acepta la expatriación.
Meses después de la medida, la isla de basura es tierra de nadie. Los perros vagabundean en pandillas y pelean por restos de comida. Un grupo aparece en primer plano: un perro callejero llamado Chief (con la voz de Bryan Cranston) y cuatro mascotas: Rex (Edward Norton), King (Bob Balaban), Duke (Jeff Goldblum) y Boss (Bill Murray). Las escenas que muestran su convivencia son geniales. La forma de ver el mundo del perro callejero difiere de la de sus adiestrados acompañantes. Chief muerde, es carroñero, un sobreviviente que no confía en los humanos. Las mascotas, a pesar de la traición de la que han sido víctimas, conservan su comportamiento servil hacia sus amos. La llegada de Atari, un joven pupilo de Kobayashi, que viaja clandestinamente a la isla para buscar a su perro guardián, modifica la complicada cotidianeidad de los canes. Tienen a partir de entonces un nuevo desafío: ayudar a un niño de 12 años a reencontrarse con su ser más querido.
Desde el comienzo, desde la primera escena, la historia va a conquistar y mantener, sin problemas, un ritmo sostenido. Así y todo, en relación con otras películas del mismo director, el ímpetu casi adrenalínico, y a veces un tanto exacerbado, resulta apaciguado por escenas de cierta calma y silencio. En particular, aquellas que se detienen en la exposición de la melancolía y la tristeza de los perros. O cuando cuentan su pasado o inician un posible romance. Sus gestos, sus miradas, los ojos. La atención al detalle como marca reconocible de una poética. La capacidad narrativa de Wes Anderson es manifiesta. En ningún momento el film acudirá al subrayado ni al énfasis dramático. El diálogo ingenioso y el humor sustentan la composición de una historia emocionante.
Lo antedicho: Isla de perros exhibe un diseño visual deslumbrante. Anderson juega con diversas formas y colores de la cultura japonesa (el cine de Kurosawa es, desde luego, una referencia insoslayable). Porque contar una historia también podría ser esto: una aventura en donde el juego ocupa un lugar predominante y en donde la disposición al mensaje permanece finamente controlada. El carácter alegórico del film –que cualquier otra película no tardaría en explotar sin vergüenza– se reducirá a lo que la historia por sí misma exige. Al momento en que los desterrados de un sistema autoritario deciden tomar con sus propias manos –más adecuado sería decir: con sus cuatro patas– el futuro y pelear todos juntos por una transformación.