A lo largo de su carrera Wes Anderson ha hecho películas que pueden ser consideradas raras, extrañas, hasta herméticas. Quizás Isla de peros (Isle of Dogs) sea la más extrema de todas ellas. Se trata de un film animado para adultos (o niños con el IQ del protagonista de Rushmore), radical desde su misma propuesta, su lógica ilógica, la manera en la que la belleza visual y la creatividad en la puesta en escena se llevan por delante casi todo.
La nueva película del director de Los excéntricos Tenembaums y El gran hotel Budapest hace que El fantástico Mr. Fox parezca una película convencional de Disney, tal es el grado de radicalidad de la puesta en escena y de la imaginación desplegada aquí. Si bien eso, es cierto, puede costarle una buena cantidad de público o accesibilidad comercial, finalmente lo que importa es la obra en sí. Y esta película es una pequeña maravilla.
Así como su colega Paul Thomas Anderson, Wes parece encerrarse cada vez más en un mundo propio y hermético que fascinará a los estudiosos de su obra y de los detalles de su puesta en escena, aún a riesgo de alienar a un público más casual. Aquí la historia puede parecer sencilla, pero es lo único sencillo del film: la trama de cómo un niño japonés viaja a la isla del título a rescatar a su perro para terminar volviéndose una suerte de defensor del "oprimido pueblo canino" es un deleite de imaginación y magia.
La historia transcurre en una ciudad japonesa en el futuro cercano en la cual los perros se han vuelto demasiado salvajes por una enfermedad y el Mayor Kabayashi decidió exiliarlos a la isla en cuestión para que no molesten más a nadie. Pero hay un grupo que considera no solo es un error y una desgraciada decisión política sino que existe además una cura para esos problemas, a la que el gobierno no está prestando atención. Es así como toda la comunidad perruna de Megasaki City termina en una isla que no es otra cosa que un enorme basural.
Usando figuras visuales del cine japonés clásico (Ozu, Kurosawa, manga, Miyazaki) y composiciones de cuadro de llamativa originalidad (los perros tienden a hablar mirando a cámara muchas veces), además de jugar con los idiomas y subtítulos (la voz de Frances McDormand como traductora no tiene precio), Anderson muestra la vida complicada y belicosa de los perros en esa isla -con conflictos internos y hasta romances- hasta que aparece Atari, un niño (sobrino del Mayor) que llega allí a buscar a su perro, algo que no será tan sencillo. Y allí aparecerán más complicaciones, sorpresas y vueltas de tuerca.
Este universo de canes que hablan en tono seco y monocorde, con chistes dichos tan como si nada que la mayoría del público ni advierte que lo son, está construido de manera tal que uno se pierde en los detalles, desde los juegos con los textos, capítulos y subtitulados hasta los diálogos ácidos que tienen entre los perros, los más salvajes y los que no lo son tanto. Todo esto contado, otra vez, con esa estilo "libro troquelado" tan clasico a Anderson.
No es una película sencilla ni convencional. No va a pelear en la taquilla con Coco por más que lidie con temas bastante similares. Y es cierto también que por momentos se excede en sus jueguitos a lo "casita de muñecas" de Anderson, pero el impacto visual del film es tal que uno rápidamente olvida sus zonas un poco confusas, fascinado por el universo que el hombre ha construido con el viejo sistema de animación con muñequitos.
El elenco de voces es extraordinario, pero uno está tan seducido visualmente con lo que el film ofrece que ni siquiera se detiene a reconocer a celebridades como Bryan Cranston, Edward Norton, Scarlett Johansson, Bill Murray, Greta Gerwig, Tilda Swinton o la propia Yoko Ono, que hacen las principales voces junto a algunos actores japoneses. Es cierto que Isla de perros puede no ser para todos los gustos ni todos los públicos y que a los que les fastidia el sistema idiosincrático de puesta en escena de Anderson esto no hará más que llevarlos a la furia pura y dura, pero para los que apreciamos su fina y elegante creatividad, su formalismo juguetón y su manera en la que, en sus manos, algo puede ser a la vez excesivamente elaborado y preciso sin por eso dejar de ser emotivo, la película es un deleite de principio al fin. De esas que requieren ser vistas varias veces para apreciar todos sus detalles.