En el cine estadounidense hay varios Anderson: están Wes, Paul Thomas, Paul W. S… No vamos decir cuál es el Anderson bueno: que cada uno elija el que prefiera. Pero también hay más de un Wes Anderson: está el director con un estilo inmediatamente reconocible, el autor, el que tiene una racha de películas algo escuálidas desde Viaje a Daarjeling y con un universo cada vez más infantilizado que parece haberse transformado en apenas un catálogo de planos simétricos y colores pasteles. Y está el otro, el que desde Fantástico Señor Zorro reencuentra en la animación la vitalidad de su obra previa, donde las historias son algo más que fábulas tristes filmadas en piloto automático. Pasan dos o tres planos de Isla de perros y Wes Anderson (el Wes Anderson el bueno) se sacude de un golpe la puerilidad forzada de sus últimas películas. Tres chicos hechos en stop motion, pero más reales y tangibles que los protagonistas de Moonrise Kingdom, tocan instrumentos de percusión y anuncian el comienzo de la historia; un presentador narra un mito de origen con imágenes de un tapiz y anticipa un un gusto evidente por la planitud, por la mostración del artificio. Pocas películas usan la animación de manera tan lúdica como Isla de perros, mezclando técnicas y haciéndolas convivir en el espacio de una misma imagen. La decisión va de la mano con el tono deadpan, marca indeleble del director que aleja al espectador, lo pone a resguardo de cualquier posible identificación y lo lanza todo el tiempo contra las imágenes y los sonidos, le recuerda que el cine es también eso, cuerpos (aunque sean animados) que se mueven de un lado para el otro, fondos chatos y sin profundidad, amasijo de técnicas, mescolanza de colores, superficies de placer. En esa propuesta se condensa la alquimia andersoniana: esos mundos visiblemente construidos, con sus cimientos expuestos, contra todo pronóstico, conmueven. Desde Viaje a Daarjeling y su sentimentalismo forzado, a Anderson se lo siente incómodo al momento de producir emoción y abundan los golpes de efecto y el abuso del drama, al punto que sus películas se vuelven manieristas, pecan de autoconscientes, hacen andersonismo de segunda. Solo con su premisa, Isla de perros barre todo eso. La animación le confiere a la historia una potencia inusitada: uno está perfectamente situado en la ficción en cuestión de segundos. El director no necesita forzar nada, el punto de partida (un chico que viaja a una isla de muerte a buscar a su perro) ya provee una notable cartografía sentimental. La película puede filmar (animar) cualquier cosa con gracia, como cuando se muestran los resultados de un experimento científico y el director recuerda por qué es un maestro del ritmo, ya no un autor que reproduce sus tics con complacencia, sino un artesano capaz de imbuir de elegancia y belleza cualquier material.