Distopía canina para pensar la humanidad
Desde su primera película, la deliciosa Bottle rocket (1996), Wes Anderson abrió un universo que expandió –con sus correspondientes variaciones, claro- a lo largo de su filmografía. Se podrá conjeturar que con Los excéntricos Tenenbaum (The royal Tenenbaum, 2001) este realizador texano se consagró como un verdadero autor, con sus obsesiones y estilo bien definidos y apreciados por la cinefilia mundial.
Con Isla de perros (2018), Anderson ofrece su segundo film animado (el primero fue El fantástico Sr. Zorro, del año 2009), lo que implica una nueva ampliación de sus marcas autorales, sólo que a partir de las herramientas que la animación le provee. Lo interesante es que ambas partes ganan, porque no deja de ser muy atractivo ver cómo se refundan las imágenes que remiten a la iconografía nipona, en este relato que tiene aspiraciones (en todos los aspectos) universales. Y eso se debe a que Isla de perros es una utopía, una “melancólica utopía”, más precisamente, de esas que nos obligan a reflexionar sobre nuestro presente aquí y en el mundo entero.
La película recurre a la técnica del stop motion con originalidad; tradición y modernidad son el alma que le da sustento a la historia, en la que late un gen mítico (explicitado en una bella secuencia en la que hay mucho de teatro oriental). A partir de ese componente que lleva el presente del relato hacia el pasado, queda claro que la película hace del tiempo histórico una clave de lectura, fértil para reflexionar sobre los mecanismos de poder y sobre cómo las comunidades encuentran en un determinado momento la capacidad de generar lazos y fundar un horizonte de prosperidad en común. Desatender esa deuda con el pasado sólo puede traer angustia. Y es así como empieza Isla de perros, con un dictador que decide enviar a todos los perros (enfermos con un virus para el que no se conoce vacuna) a una isla llena de residuos. Un chico que decide ir en búsqueda del suyo es la excusa narrativa para enfrentar “el tiempo feliz” con el presente infame.
Más allá de sus sofisticados aciertos formales (algún experto en animación sabrá desglosarlos mejor), hay en las voces de la película una entrega y una composición formidables. De más está decir que había materia adecuada en ese rubro, con un casting integrado por Bryan Cranston, Koyu Rankin, Edward Norton, Bob Balaban, Bill Murray, Jeff Goldblum, Kunichi Nomura, Greta Gerwig, Frances McDormand, Scarlett Johansson, Harvey Keitel, F. Murray Abraham, Yoko Ono, Tilda Swinton, Ken Watanabe, Liev Schreiber, Roman Coppola y Anjelica Huston. Todos ellos demuestran cómo un actor es cuerpo y voz, porque por más que no los veamos es un regocijo para el oído la dimensión humana que adquieren los personajes (sobre todo, los perros, vaya paradoja) a partir del trabajo de los intérpretes.
La melancolía, esa tinta que delinea los contornos de la “cartografía Anderson”, recorre toda la película, que no está exenta de aventura, romance y reflexión política. Está el tono parco, mesurado, con el que los personajes se comunican; las pinceladas de humor absurdo que exige un espectador sensible pero también inteligente, la alternancia entre plano y contraplano para oponer visiones radicalmente distintas, la paleta de colores que tiñó las secuencias de Los excéntricos Tenembaum, Vida acuática, El Gran Hotel Budapest y otras más. Queda claro que Isla de perros no es un film necesariamente indicado para los niños que disfrutan de la factoría Pixar. Como ocurre con sus películas no animadas, aquí Wes Anderson tensa el par forma/contenido siempre en función de su propia estética, lo que termina por definir una película compleja, nada complaciente, menos aún sensiblera pero notablemente sensible. Una proeza disfrutable aún para quienes preferimos a los gatos, qué más decir.